Lo leí en su momento y lo subrayé con mi koll antracita: “La mayoría de los artistas y curadores recuerdan con melancolía los tiempos en que todo resultaba incierto, la competencia entre colegas era de baja intensidad y no había nada más raro ni atractivo que el porvenir”.

El autor es el escritor Juan Villoro. El libro, una delicadeza titulada “Azul como una naranja” (La Fundación. Júmex) y cuando tengo la sensación de cuerpo derrotado por una noche inquieta e incordiona corro a acariciar sus páginas, la rugosa portada que huele a imprenta de sueños, los alumbramientos de Villoro y ese uso preciso y satinado del lenguaje que no cede a la tentación de elevarse por las nubes para acometer un discurso plúmbeo sobre el arte contemporáneo.

Hay cuestiones que merecen ser explicadas pero sólo están al alcance de unos pocos. La cultura hipster ha intentado simular erudición donde sólo había pose y necesidad de distinguirse, adolescente. Los pretenders del vino han aprendido algunos gestos para dar a entender lo que no entienden los demás (y a veces ni ellos). Las adoratrices de la buena educación han tensado las coletas de sus hijas para fingir una perfección que están lejos de alcanzar. Y mientras unos pocos, en silencio, gestaban intuiciones con ladrillo y cemento, trabajosos,  y las dejaban ahí, para que una mujer insomne, curiosa y distraída sintiera que vigilia no es condena sino un modo de crecerse fuera de todo uso horario y tiranía.

“En el mejor arte contemporáneo las imágenes provocan palabras”.

Lo malo, admirado Juan Villoro, es que el mal arte también se perfuma con palabras. Vaguedades, pomposas disertaciones. Humo para distraer al observador del truco.  No hay nada más atractivo que el porvenir, tienes razón. O lo mismo lo hay, y es la esperanza. El presente puro que niega la derrota y se levanta.

Juan Villoro

Ayer a mediodía en un jardín cercano a mi oficina. Elegí un banco a la sombra para esperar a alguien. El único disponible. Al momento llegaron cinco obreros de la construcción, y sin recato se instalaron a mi lado con sus bocadillos y sus latas de bebida. Hablaron del tajo, de cómo el mes se había dado bien: “920 pavos en quince días”, contaba uno, y el de al lado asentía sin dejar de morder su longaniza con pan. Pensé que para ellos no había nada más heroíco que vencer la incertidumbre de una crisis que los dejó en tierra de nadie. Y eran felices a la sombra, sudados y redimidos de su miedo, porque al fin podían volver a trabajar. “Y esos guapitos de oficina que se pasan ocho horas y no dan un palo al agua qué os parecen?, sentenciaba uno señalando a los funcionarios del Tribunal Supremo, que salían.

Y pensé que uno se forja a la contra. Señalando con el dedo a las demás para salvarse. Y que no hay otra forma de medir el antes que el después. Que el porvenir es raro y atractivo incluso en estos tiempos inciertos. Que conviene confiar aunque el alma desfallezca y el termómetro pase de 35º. Que puestos a disertar no hay nada tan honesto como el obrero que no intenta fingir que es otra cosa, y se come feliz un bocadillo y celebra que es lunes y serán 450 pavos, a lo tonto. Y no hablará de cómo se ha deslomado, ni del olor rancio y heroíco de su sudor.

Y luego están los artistas. Y los escritores iluminados, ariscos con la pose. Antihipsters. Enemigos de la banalidad, justicieros del verbo. Que funcionan de bálsamo cuando huelen derrota y  regalan historias perfectas, que dejan derramar distraídamente para no darse importancia. Como sólo hacen los grandes.

“En una entrevista (…) le preguntó a Eugenio López si en vísperas de la apertura de su museo sentía la misma ilusión por conseguir una obra como cuando comenzó a coleccionar: “Quisiera sentirlo, pero no puedo. El coleccionismo no es una labor, es una pasión. Ahora estoy más agobiado, tengo ante todo una responsabilidad (…) Extraño emocionarme como al principio, extraño la frescura que entonces tenía“.

P.D. El pasado domingo, por azar, conocí la obra del artista portorriqueño  Arnaldo Roche Rabell en la exposición del CAAM de Las Palmas titulada “En azul: Señales después del tacto (Frottages)“. Me quedé prendida de su azul, del vigor de sus figuras, de su ruido. Era fresco y batallador como el porvenir.