A 120 yardas, gire a la derecha (GPS).
¿Y eso cuánto es? (mi amiga M.J, al volante)
¡Y yo qué se! (yo misma, copilota)
Recalculando ruta (GPS)

Madrid bajo la lluvia. El tráfico irritado  como un bebé al que no llega la leche. Dos mujeres camino del apocalipsis. O más bien de un desfile de moda, un acontecimiento social de los mil que entretienen el tedio de la capital cada semana. Y un GPS que se niega a hablar en metros, como dios manda.  Ahora es que a 80 yardas hay que girar a la izquierda, pero nos hemos vuelto a pasar. GPS recalculando ruta de nuevo.

-O sea, que 80 yardas son “corre y gira que te pasas, incauta”.
-Eso. Ay madre mía, si lo sé me pongo sobaqueras…

Sobaquera. ¿Alguien ha oído alguna vez esa palabra tan fea? Pues mi amiga MJ sí, y san Google la tiene registrada, y en su versión fina se llaman “escudos de axilas”. O sea,  empapadores adhesivos que impiden esas manchas antiestéticas que se te ponen cuando llegas tarde a una cita, cuando los nervios te delatan, cuando te excita un hombre en brasas que te mira como si fueras a salvarle de sí mismo, cuando la ansiedad se escapa bajo tus brazos como un río o como la loca del torreón de Jane Eyre.

Sobaqueras

Una yarda, averiguo,  son 0.9144 metros. Así que si te subes al coche de M.J tendrás que ir haciendo el cálculo de cabeza -sin redondeos o el GPS recalculará ruta- al tiempo que aprendes lo de la sobaquera y le cuentas un encuentro marciano de ese mismo día y te repasas el rouge de labios en el retrovisor y llueve y sueñas con unos buenos escudos de celulosa para contener el sudor de la acidez de algunos, y te da un ataque de risa floja y pides tiempo muerto como un entrenador apurado por los aullidos de la afición febril. Y te parece que basta ya de accesorios para retener fluidos. Y que vaya asco de fluidos. Y luego te pasas el desfile identificando rellenos labiales, rellenos de pómulos, rellenos de tetas, rellenos capilares, rellenos cerebrales. Y juras por tus muertos que jamás caerás en el relleno, que serás un pavo seco de Navidad, un triste pavo sin trampas. Libre y enjuta. Y mueves los pies al ritmo trepidante de Pink Floyd. Y sueñas con la chaquetita corta de visón teñido de la garza hambrienta que pasa por delante. Rellena de aire, ahíta de equilibrio. Piernas de pollo triste o escaldado. Ingrávida, si no fuera por el ancla de las pieles.

A 200 yardas, tome la salida.

Antes, eso fue antes de la garza. Íbamos a llegar tarde y casi habíamos claudicado. El GPS nos estaba hostigando a mala leche. Se había propuesto que no llegáramos al parking de la calle Farmacia  y no descartábamos que una cámara oculta siguiera la ginkana de dos señoras sin sobaqueras ni sentido elemental de la orientación.  Y en el ascensor, el ascensor equivocado, dos mujeres de ochenta años nos miraban desde el relleno compasivo de sus cardados borrachos de laca. “Dos terroristas del agujero de ozono”, pensé. Pero con los labios y los pómulos en su sitio, desnudos de farándula y colágeno. Y orientadas, vaya si lo estaban.

Y sonaba Pink Floyd, y sentí que Madrid sin el colágeno de las fiestas es una mujer inquieta que no encuentra las sobaqueras en el cajón de accesorios, un mago que pierde sus naipes trucados justo antes de la función. Y ya de vuelta,  me quité los tacones, lancé el abrigo al sofá, tiré el reloj sobre la mesa y tras eliminar todo, incluido el rouge de labios salvado del naufragio, sentí que el cuerpo agradecía la ausencia de rellenos. Y el GPS me indicaba por fin el destino seguro de la cama.