Mi querida Big-Bang;

Mi querida M. acompañó a su hermana al banco a sacar una importante cantidad. “Me metí el dinero en las bragas y cogimos un taxi a la salida. Entonces va ella y le suelta al taxista: “no se preocupe, que el trayecto es corto pero llevamos un dineral encima”. Me puse violenta, con los billetes clavándoseme en el culo, y le solté; “¿Acaso no has visto “El coleccionista de huesos”, eh, bonita”?

El dinero no dará la felicidad, pero contribuye al desconcierto. Mi abuela solía guardárselo en las copas de sus sostenes XXL de Christian Dior. Del tirante izquierdo colgaba una bolsita tipo saco que extraía convenientemente cuando tocaba pagar. Avisando, eso sí: “un momento, joven…”. Se giraba, metía la mano en su escote generoso y sacaba el botín, calentito y arrugado. El dependiente fingía con sonrisa de cocodrilo que no se había percibido de la maniobra, y mi hermana y yo nos tronchábamos de risa, con mi abuela haciéndonos los coros.

Por algún motivo, el dinero siempre estorba. De ahí que nunca lleve encima mucho más que un billete de veinte euros, lo que ha conseguido despistar a mis chukis: “Mama, vamos a ver, ¿nosotras somos ricas o pobres?, me plantea la enana, con mirada inquisitorial. Y la adolescente capulla aprovecha para lucirse: “Mamá es rica y nosotras pobres. ¿No ves cuántos zapatos se compra y a ti y a mí no nos da paga?”.

“La paga es muy de los ochenta”, les contesto. Una vulgaridad demodé que en esta casa no vamos a practicar, como no practicamos el tiro al plato ni el fox trot. Eso por no decirles que en mi familia el dinero es un tema tabú, considerado de pésimo gusto. Lo que ha impedido que haya habido peleas entre hermanos.Aquello de lo que no se habla, no es, y punto. Eso sí, el día que mi padre quiso donarnos algo en vida, estábamos tan poco acostumbrados que nos entró la risa nerviosa en el notario y mi padre no se dio cuenta de que faltaba el nombre de uno en la escritura.

“Papá, verás, es que yo no aparezco, dijo A. No es que quiera objetar nada, pero si me has traído a firmar y no estoy, pues queda un poco raro, ¿no?.

En cualquier otra familia, el detalle hubiera dado pie a suspicacias, miraditas de reojo y celos tiñosos. En la mía, fue el detonante para poner en marcha la maquinaria de los chistes ingeniosos, que celebrábamos todos muertos de risa, para espanto de la secretaria del notario más pijo del barrio de Salamanca. “Se conoce que son un poco tipejillos y no se contienen entre tanta madera noble y tapices flamencos”, debió murmurar a su compañera.

Lo mejor del dinero es su volatilidad. Un día tienes, al siguiente se ha ido. Así que conviene no encariñarse demasiado. Yo, por mi parte, sólo aspiro a envejecer con un buen botín que me permita llevar colgado del sostén un saquillo como el de mi abuela, preferiblemente de La Perla, y airearlo en las boutiques de moda más exclusivas. A ver quién es la dependienta que se atreve a llamarme hortera…