Mi querida Big-Bang:

Ayer tuve un ataque serio de misantropía. Lo que tienen las mechas es que te vuelven confiada a base de desconfiar de ti misma. Es decir, si no sabes ni de qué color tienes el pelo, tampoco sabes por qué votas a un mamarracho en lugar de a otro, por qué sigues comiendo alimentos que atacan al hígado y en qué te basas para elegir un sérum carísimo o un look demoledor. La falta de anclajes puede predisponerte a dar por hecho que los demás son más sólidos que tú, sobre todo si no llevan tinte.

Y no será que el Sr.Rubidio no me lo advirtió: “Ese tipo no te está diciendo toda la verdad, guarda un as en la manga”. Que te engañe un amor tiene un pase. Si algo has aprendido, es que a veces hay que fingir que no ves lo que estás viendo, y mirar a otra parte. Pero las mentiras de los que no te besan son más chungas en el fondo. No tienen una coartada sentimental y, acumuladas, te predisponen contra el hombre como ser humano. Aunque a las insustanciales a veces se nos olvida.

Todo esto tiene que ver con el colegio de monjas, estoy segura. Y con haber escuchado en casa a mi padre toda la vida que uno al fin y al cabo sólo tiene su palabra. Tú puedes perder la compostura, la vergüenza, el sujetador de La Perla o las gafas de vista cansada, pero nunca tu discurso. Las palabras no son gratis. Hay que elegirlas con cuidado porque una vez que salen te comprometen más que un anillo de boda con el Ave María de Shubert. Así que amordazarse es una práctica necesaria en ocasiones. Y taparte los oídos, otra.

Ya lo he dicho. Soy una ingenua militante. Las veo venir, pero las dejo pasar, instalarse y beberse el vino de mi mesa. Luego me pega un ardor de estómago del carajo que se parece mucho a la misantropía y me retraigo, y me juro que la próxima vez no pasará. Y pienso que estoy delante de un tipo honesto que me vende una Harley Davidson en lugar de una moto vieja con los frenos rotos.

La dicotomía no es razón y fe. Es confiar o morir. Yo he confiado y terminé anoche llorando encogida en la cama, como si fuera la intemperie, el descampado. Lo peor es que sé que debo seguir mirando al hombre como si no llevara mechas, postizos, recámaras y trampas. Lo mejor es que en el fondo, y aunque se nos quede cara de idiotas, nuestra única salvación es seguir creyendo.

Creer en el hombre, en ocasiones, es mucho más difícil que creer en dios.