Ayer entré en una farmacia cerca del trabajo. La farmaceútica me miraba fijamente, y al fin me dijo: “¿Tú vas todos los días en el autobús X con una niña, verdad? Te llevo viendo desde hace tres o cuatro años”. Le dije que sí, y entonces ella añadió: “Siempre comento con mi amiga, que va conmigo, que la niña es riquísima, tan educada, que saluda al conductor, cede el sitio a las señoras y parece muy, muy feliz”.

Juro que me dio una punzada de felicidad, que me sentí tan orgullosa de mi Minichuki que hubiera corrido a abrazarla tal y como sale del cole, llena de churretes y con ese olor a chotillo sudado que me encanta.  Sonreí a la farmaceútica y le di las gracias: “Educar es eso que siempre piensas que haces regular, ¡así que me has hecho un regalazo!” Después pagué mi crema mágica para enfrentarme sin traumas al primer biquini de la temporada y salí levitando, ligera como si Daniel Craig me hubiera echado un piropo justo antes de montarme en su Aston Martin camino del Casino Royale.

No son tantas las veces en las que alguien que no te conoce te dice algo bueno de tus hijos, así que la sensación duró un buen rato. Cuando llegaba a casa  me encontré a una mujer que aprecio, abuela de un amigo de mi adolescente que hace dos años perdió a su madre en un accidente de coche y hace unos meses un cáncer se llevó a su tía por delante. “Ahora sólo me quedas tú, abuela”, le dijo el chico, y ella me lo contaba conteniendo la pena, para después desvelarme que él va mal en el cole, pero es buenísimo: “Su padre, que nunca se ocupó de él, se ha quedado en el paro, y el niño ha intentado darle el dinero que recibió del seguro por la muerte de su madre para ayudarlo. ¿Te imaginas?”. Ahí confieso que lloré yo.

En tiempos convulsos agradecemos más que nunca los gestos puros, la generosidad. La madre de ese niño, un adolescente de casi dos metros, hizo muy bien su trabajo antes de morir. Eso es lo que pensé. La recuerdo corriendo por el patio del colegio porque llegaba tarde, siempre optimista. Nos unieron las prisas y el hecho de ser dos madres divorciadas, además de una simpatía mutua que nunca fue mucho más allá por falta de tiempo. En su funeral la iglesia se llenó.

Termino ya pidiendo disculpas por mi blandura. A Minichuki le conté nada más llegar lo que me habían dicho de ella. Se puso muy contenta y enseguida quiso rentabilizarlo: “¿Puedo dormir hoy contigo, ya que soy tan guay?”.   Después cenó mal, como de costumbre, intentó tangarme con el plato de verdura y dejó la mesa sin recoger, como de costumbre.

Pero ayer todo eso me importó muy poco. Prácticamente nada.

P.D. Esta es una de las canciones favoritas de Minichuki.