Ayer tres amigas sólida y confortablemente instaladas en los cuarenta fuimos a ver una película sobre coetáneos a esa hora maldita en la que el cuerpo pide siesta -sesión de las cuatro-. Antes habíamos ido a Arquibar a tomar un brunch -fórmula alimenticia moderna con la que pasas hambre por la mañana y vuelves a pasar hambre a media tarde-. Madrid coqueteaba descarada con el Otoño y nosotras vadeábamos felices un Parque del Oeste donde cuando éramos más jóvenes menudeaban las parejas dándose el lote a cualquier hora (lectiva) con los camellos, los runners y los exhibicionistas. O eso nos decían, porque nosotras siempre íbamos en grupo de seis y éramos mujeres castas sin mérito probado; tanto que alguna esperó más de veinte años para besarse a tope en esa cuesta de Debod a la caída de un sol majestuoso.

Mientras seamos jóvenes“, de Noah Baumbach, habla de nosotros. De esa desazón de cuando tu entorno empieza a tener hijos y pasan de ser amigos a ser un padre y una madre entregados al arte de cultivar la prole meona como una misión única y definitiva. De ese sobresalto de darte cuenta de que tu pareja consolidada tiene más grietas que un edificio de Calatrava. De esa frustración porque has llegado hasta aquí y profesionalmente no has culminado un solo ochomil.  De cómo nos refugiamos en “los nuestros” para no contaminarnos de la envidia hacia “los otros”. De muchas cosas más que entendí a pesar de que conté dos cabezadas porque para mí “domingo” y “siesta” son un binomio radical e inseparable. 

Dos parejas, una de cuarentones consolidados, productora y director de documentales tediosos-Naomi Watts y Ben Stiller– y otra de veinteañeros hipster –Amanda Seyfred y Adan Driver– se conocen por azar inducido y inician una amistad desde la fascinación de los primeros por la frescura y desparpajo vital y creativo de los segundos. Un ¡matrimonio! libre y enamorado, bello y perfecto en apariencia que representa lo que ellos han perdido, lo que no fueron nunca y no serán jamás. Seres libres que bailan hiphop arrebatado, montan en bici por la ciudad, acuden a sesiones de ayahuasca para vomitar a gusto bajo la dirección de un gurú hierbas y motero y conviven con un gallo y una chica en bragas. 

Arquibar

Que van con la cámara a todas partes robando la vida ajena. Espontáneos. “Auténticos” en apariencia.  Dos guays frente a dos seres sin glamour vital. Dos modernícolas que no pagan la cuenta en el restaurante frente a dos adultos con algunas cuentas pendientes con la vida. Un juego de espejos que el director explota magustralmente pese a que no diría que es una película redonda. A mí Ben Stiller me parece un actor poseído por su histrión de comedia que aquí se contiene hasta el infinito, pero notas que se contiene, y respecto a Naomi Watts, perfecta diosa con deliciosas y apenas perceptibles patas de gallo, te quedas con las ganas de que su personaje estalle y reverbere. Y las potas de la sesión con el gurú son demasiadas para una dama tan sensible a la naúsea como yo.  

Pero eso no enturbia el mensaje de la película. Y lo que me removió tiene que ver con el cuarto personaje. El joven con sombrerito que se aprovecha del otro y le hace exhibiciones de sus plumas. El talentoso sin aparente interés por entrar en el maistream adulto que oculta una carta bajo su manga con chaqueta de tercera mano. El posturitas al que desde los primeros planos sentí ganas de abofetear. Y entonces me di cuenta.

Soy una mujer madura que se irrita ante los pecados de juventud como si no hubiera pecado. Asisto al desarrollo de la cultura hipster con el machete preparado para el degüello cuando huelo la trampa. Me cuesta empatizar con esa religión del postureo cuando seguramente yo tuve mis escarceos culturetas y pequé de pensamiento, palabra, obra y omisión. Me duele la impostura porque la veo de lejos, pero de esa adolescencia eterna que es hoy la juventud no tienen la culpa sus usuarios, sino todos nosotros. Si es que hay culpa.  

Templo de Debod. Madrid

Todas las edades encierran una trampa. Los cuarentones tenemos la ventaja de que conocemos sus resortes. Y a veces los miramos y otras veces nos hacemos los locos con coartada. Y seguimos viviendo como si no supiéramos de qué va la película.  Y la película va de criaturas con cicatrices que aprenden (o no) a mostrarlas sin pudor y sin orgullo. Y de que las modas no son más que modas aunque las vistan de eso inconsistente que llamamos cultura y que no es más que una manera de defenderse frente a la masa y hacer caja. De encarar a los adultos. Los mayores de cuarenta. Para no entrar en ese pantano tenebroso que es crecer. 

Y que los bares cool están llenos de hermosos Peter Panes y grotescos Peter Panes. Y que Nunca Jamás no existe, pero el Parque del Oeste en un atardecer con ese templo egipcio que no pega en Madrid se parece mucho al paraíso, si vas con tus amigas de los veinte, de los treinta, de los cuarenta… y te ríes a gusto y sin consuelo.