Sostiene Kureishi que uno tiene que escribir cosas que le avergüencen un poco. Lo que pasa es, querido buda suburbial, que el bochorno suele debutar después de la escritura, no durante. Nadie con dos dedos de frente da vía libre a un relato mediocre salvo que sea un escritor mediocre consciente y no dé para más (y me temo que el mediocre rara vez sabe que lo es, porque sólo le quedaría margen para un suicidio literario inducido, esa figura actual y kirschneriana).

Pocos resisten la lectura de textos de ayer sin sentir cierta aprensión, una punzada de sonrojo pasado por la harina de la implacable sabiduría que da el tiempo.

Hace años perdí todas las fotos y todos los textos de un MAC al que mi hija bautizó con un enorme vaso de agua. Ahora los he recuperado y el hallazgo me muestra un yo algo distinto que a veces me interpela y a veces me pone triste. Como rescatar un cadáver sepia de un naufragio dos siglos después. No siento apego a la nostalgia ni echo de menos la juventud despreocupada que nunca fue. Jamás guardo ropa para cuando vuelva a llevarse porque prefiero que el vintage me sorprenda delante del escaparate de una tiendecita de Amsterdam, junto al gran canal. No quedo con amigos para recordar cómo era entonces, pero hace tiempo que sólo quedo con amigos. O con posibles amigos. No con colegas. No con contactos provechosos. No con compromisos que no sean laborales. Ni siquiera conmigo misma una tarde de esas en las que me caigo  mal y encendería un pitillo tras otro a un palmo de mi cara si no fuera porque no fumo.

Al pasado conviene indultarlo, pero es innecesario ventilar sus vergüenzas en el patio porque a los vecinos les entrarán las pelusas polvorientas. Me he pasado el fin de semana haciendo una selección de textos con el rotulador impertinente azul edding entre las manos, presto a derribar un adjetivo, a cambiar un “final” por “desenlace”. A desintegrar una línea que estorbaba a la vista. Y por momentos me he reído, o me ha sorprendido la acidez indómita, el entusiasmo intempestivo, el pesimismo sin regodeo, el pulso cínico a dos centímetros de la desesperación de esa otra yo. El análisis de la corriente marina con algas entre las hélices. Y me ha estorbado mi querencia a ciertas repeticiones, a adjetivos, sustantivos y sintagmas que se enredaron en mis dedos cuando aquel puente de diciembre de 2004 me bañé en el mar (hay una foto). Y mis trampas para hacerme un rapidillo cuando las musas me hicieron un elegante corte de mangas otro día de sol con guantes y bufanda.

Lo que escribes tiene que ser peligroso“, sentencia Kureishi. Y también que si enseñas las pelotas debe que ser por algo. No vale un desnudo frontal porque sí.  El exhibicionismo gratuito es propio de esas cabinas de peep show donde unos hombres tristes se lo montan con sus manos pero no les aprovecha. Y sí, me acuso de algún que otro strip-tease sin hilo argumental, que hoy perdono a medias y que me hace asumir que también he frivolizado con las palabras o las he dotado de una solemnidad innecesaria, o las saqué de verbena un domingo de invierno cuando la noria del parque de atraciones era la misma imagen de la desolación. El Tercer Hombre sin Graham Greene.

(He vuelto a releer un cuento que cuando se lo mostré me dijo que era demasiado cruel. Que por qué no hablaba de gente feliz que hace cosas felices.  Que tu escritura no alumbre un vertedero, cariño. Que no arañe, que no espante a los niños. Que no me quite el sueño. Que no envenene la masa del pastel. Que no me haga temer que lo que escribes eres tú con tus demonios. No sea que se te apodereren y su daga atraviese mi vida anestesiada)

“No me siento con la intención de entender mi vida. Solo es terapia en el sentido de que es algo que me encanta hacer, y por tanto me sienta bien y por añadidura mantiene a mi familia. Miro mi hogar y me digo: “Esta puta casa la conseguí escribiedo putos relatos, es alucinante”.  


Es alucinante, sí, Mr. Kureishi.

P.D. El sábado de cocooming me tragué un programa llamado El Hit y ganó esta canción que interpreta Marta Sánchez y me encanta aunque ella nunca me ha encantado.