Los mejores libros surgen de las convicciones más profundas: mira cualquier estantería y lo confirmarás”.

Velo armas desde hace un buen rato con Dorothea Brande en mi regazo. Cambio la palabra “libros” por “amores” o “vicios” y la frase extraída de “Para ser escritor” (Círculo de Tiza) sigue funcionando. Ocupo mi cabeza para no prestar atención a mi cuerpo, que anda tenso pocas horas antes de la Carrera de la Mujer. Ser piernas, brazos, esfuerzo, resistencia es un desafío impropio de una dama que mueve dedos al alba y agita neuronas a destajo. Trinan los pájaros, aún es de noche. Mi ampolla de glucosa predesmayo me saluda en la mesilla y Dorothea se impone entre otros aspirantes al trono del sol de la mañana.

Convicciones profundas. Conviene tener tres o cuatro, se me ocurre. Menos es de simples. Más, de intensos con hambre de posteridad. Yo estoy convencida de que nací velocista, pero también de que la carrera de fondo me contiene la huida, dosifica el impulso, me hace más y mejor. Es astral, aunque aún no lo he leído en Susan Miller Astrology Zone. Contravenir la naturaleza resulta un ejercicio necesario.

Marea rosa contra Cáncer de Mama

Anoche en mi actual serie adictiva, el protagonista (que al parecer en su real life es gay. Siempre se llevan a los mejores) soltó una frase memorable. Decía que la estrategia del vago es repetir a los demás todo el rato lo mucho que trabaja. Conozco a algunos de esos. Se rodean de gente pico y pala y se echan a dormir en una zanja. Después, mimetizan los gestos de los infatigables frente al espejo y se suben al escenario, performánticos. A perpetuar su leyenda, pero con ese miedo tenso a ser desenmascarados. Su condena.

Yo hoy fingiré que sé sufrir, que experimento un orgasmo cuesta arriba. Cuando la maldita realidad es que querría ser llevada en volandas por un hetero-Kevin (Spacey) y cruzar la meta blandiendo un botellín de Mahou con esa  salvaje Highway to heaven de ACDC de todas las carreras. Pero mi convicción número 2 me dice que si logro llegar sin detener el trote, después de recorrer ese Madrid desierto de coches tan amado -Camoens, Princesa, Gran Vía, Alcalá, Sol, Palacio de Oriente, Bailén, Ferraz, Parque del Oeste– , sentiré un estallido, una revolución de sangre y acero líquido. Y el dios de las endorfinas se hará carne y acampará entre nosotros.

He avisado a las Chukis: “es el tercer año que corro y los dos anteriores no estábais en la línea de meta. Os doy una última oportunidad o esta noche no habrá cena en vuestros platos”. Mi mayor frustración es que mis seres queridos madruguen para verme llegar y, sin ambargo,  se pierdan el instante mirando hacia otro lado. Una lleva la herida de niña a quien sus padres no acudieron a ver en la función del colegio. Ni compraron la revista donde publicaba sus primeras historias. Mi tercera convicción, lo habéis adivinado, es que necesito cerrar el círculo. Descubrir el orgullo en los ojos de mis chicas. Enseñarles que a la naturaleza hay que ponerle los cuernos. Romper el sortilegio. Y romperse las piernas, ya de paso.

Corro a la ducha, despido a Dorotea y la obedezco: “Ahora date un baño, y sigue pensando en ella sin mucha concentración…”