-Papá, ¿hablar de sexo puede matar?

Esto escucho en el autobús a un niño de unos doce años, que viaja con su padre muchas mañanas. “A ver qué le contestas, que esta es de las buenas”, pienso, aliviada de no estar en su lugar.

-¿A qué te refieres?
-A que he leído que un actor (Michael Douglas) tiene un cáncer muy grave por culpa del sexo oral. Y en clase estamos hablando de sexo todo el rato porque toca en biología.
-Ah, ya, sí, eso…

Pasan treinta segundos interminables. El padre se ahueca la corbata, mira de reojo a los pasajeros, finge que se quita un hilo de la manga y se dispone a frustrar la curiosidad de su hijo. Pero no va a ser tan fácil.

-Papá, ¡¡¡que por qué el sexo oral es peligroso!!!

Se ha hecho un silencio. Si alguien a la primera no lo escuchó, ahora tiene claro que esa pregunta y su respuesta merecen el silencio del público como una buena faena en Las Ventas.

-Verás (susurra), la boca sirve para besar y querer a las mujeres por todo su cuerpo (la cosa empieza bien, aunque no contemple el asunto gay como posibilidad) Y eso incluye sus partes íntimas, ya sabes…
-¿Las partes ín-ti-mas? Puaj, ¡¡qué asco!!

El padre se pone tan colorado como el autobús. Sabe que no hay salida. Si le da la razón para abreviar, estará confundiendo a un preadolescente desorientado que podría llegar al cole anunciando que eso que hacen los actores de Hollywood es una guarrería que además casi los mata. Pero si le contradice y explica que el acto de amar no entiende de barreras en la piel, en el oído y en el corazón, lo mismo genera un debate subidito de tono entre los viajeros, poco acostumbrados a ese tipo de conversaciones a las ocho de la mañana. Y la reprobación de esas señoras de más de ochenta que en muchos casos se habrán retirado del sexo como de la sal en los guisos.

Por mi parte, debo reconocer que me froto las manos ante el brete ajeno, que me excita muchísimo la curiosidad de contemplar las evoluciones de un adulto en un jardín inhóspito como ese, porque yo misma me enfrento a veces a preguntas similares y no es fácil responder sin faltar a la verdad y sin dar exceso de información.

Y entonces sucede.

-Papá, ¿tú a mamá le haces eso del sexo oral por sus partes? (alto, bien alto)

El hombre quiere teletransportarse. Lo noto. Le tiembla ligeramente la mandíbula y sin darme cuenta le estoy mirando y él a mí, y me encojo de hombros en un intento de transmitirle solidaridad. Menudo marrón que te ha caído. A ver ahora qué haces. Y me sorprendo mandándole una respuesta de chulita que mira al toro desde la barrera, tendido siete. Tan concentrada como convencida de que podrá leerme el pensamiento. Que el psiquismo funciona en situaciones desesperadas.

-Lo que yo haga con tu madre, porque la amo, es cosa nuestra y de nadie más, hijo. Tú ya aprenderás de mayor a querer a tu pareja y harás todo lo que puedas para que ella lo pase bien y se sienta muy querida. Y te aseguro que de eso no se muere nadie, porque en su momento entenderás, y si no ya te lo explico yo en casa, que hay que protegerse cuando se practica el sexo porque existen riesgos de contagio de algunas enfermedades como el virus del papiloma, que es lo que casi mata a Michael Douglas.

Pero el sistema psíquico ha fallado porque en su lugar el atribulado padre, manifiestamente enfadado por la osadía del preadolescente, le ha hecho callar con violencia oral (la versión heavy del sexo oral, pongamos), y ahora mira el reloj del si I-Phone con tan insistencia que se diría que espera que salga el genio de los tres deseos para pedirle que elimine la curiosidad del michochip cerebral de ese niño que mira fijamente el asa de su mochila y piensa, imagino, que un padre es un ser que pide que aprenda los libros pero se molesta cuando las preguntas se salen del guión (yo la primera, en ocasiones).

Y que eso del sexo oral, se mire por donde se mire, es una guarrada de adultos que prefieren practicar en lugar de hablar sobre un tema que está en los libros y en las revistas y en Internet, pero sigue siendo un tabú. Ese tabú responsable de la mala educación de tantas generaciones que jamás preguntamos a nuestros padres, y menos en público.

Así que bien mirado me parece glorioso que un niño de doce años piense en voz alta y se atreva a saciar su curiosidad con su padre. Y me dan ganas de decírselo a ese hombre que, por fin, ha llegdo a su destino y se agarra al asidero de la puerta del autobús como a la mano de dios en el techo de la capilla Sixtina.

Bendita curiosidad.