Naturalmente, cuando eres estudiante no valoras el milagro del aprendizaje. De poner nombre a las cosas, de reducir a palabras las abstracciones tercas. Nunca se me va a olvidar el asombro de mi hija “la Artista antes llamada Minichuki” el año que aprendió a leer. De repente aquellos trazos caprichosos cobraban sentido: “Yo lo que veo lo leo”, me soltó un día en el autobús, después de regalarme los oídos con una retahíla de frases tartamudas que iba capturando de carteles y letreros  acá o allá. Era tan feliz como si hubiera descubierto la sorpresa del roscón al primer mordisco. Las sorpresas de todos los roscones con nata de la buena que habría de devorar a lo largo de su vida. Hoy, adolescente de libro, pone gestos mohínos cuando le recuerdo estas y otras anécdotas, y ha dejado de leer los carteles de los edificios como dejó de disfrazarse a diario o de darme la mano para ir al colegio.

Un día, de pronto, te haces mayor. Y (casi) lo único que te mantiene joven es la curiosidad. Seguir aprendiendo. Estar de ida. Ese fuego que no se apaga. La intriga, el dolor del esfuerzo, el gozo del mordisco en el roscón.

Yo quería hace años parar el reloj un rato y volver a la escuela. Quería dedicar toda mi atención a mejorar mi inglés, el diabólico “upper intermediate” que te permite manejarte con soltura en cualquier contexto pero te impide profundizar hasta el tuétano en una conversación interesante. Y quería, puestos a escoger, hacerlo con mis hijas. Para ello necesitaba tres cosas: tiempo, dinero y voluntad. Durante años el tiempo ha sido mi enemigo. Ese dilema devorador del ¿dedico mis tres semanas de vacaciones veraniegas a estudiar, sacrificando mi Asturias (patria adoptiva querida) y esos chapuzones mañaneros en el Cantábrico,o me recluyo en una isla angloparlante a pelearme con la armada de Shakespeare? Y siempre me dejaba llevar por las olas amigas, que es lo que tenemos las diletantes de agosto enamoradas de un terruño cercano.

Este año, por fin, se alinearon los astros, se incendiaron de verde todas las luces de los semáforos, permití que el susurro “de hoy no pasa” se tornara bramido y arengué a la familia al grito de “a por ello”. Mi hija mayor se contagió de inmediato, pero la Artista me hizo la vida imposible durante nuestra primera semana en Irlanda y sólo el viernes, cuando las tres levitábamos en un concierto celebrado en un pub de nombre gaélico y olor a barril de bodega añeja, la oí pronunciar un “gracias por haberme obligado a venir” que me supo a rendición sin condiciones. Como la Armada Invencible a su paso por estas costas grises y sin embargo amigas.

Soy alumna. Aprendo. Dedico cada día muchas horas a retorcer mi mente en busca del término preciso. Corrijo, comparo, leo a Paul Auster, a Salinger o a Carver en su lengua y subrayo como una niña las palabras ariscas que son como los huecos de un crucigrama enorme. Busco el sentido. Me dejo acariciar o retar por cada párrafo. Pongo la radio, enciendo la tele. La BBC me despierta y me da las buenas noches. Vuelo escaleras abajo cada mañana desde la dettached house que hemos alquilado en el barrio más antiguo de la ciudad, allá donde suenan las campanas de tres iglesias próximas y el río Lee discurre febril y majestuoso. Me paro a degustar un café de camino, repaso mis deberes. “Mamá, eres la clásica freaky de la clase”, se burlan mis hijas (esos cuervos malignos). No saben que para mí estos días son un estado de excepción, un paraíso que se evaporará cuando suenen las doce campanadas. Y que no creo en los príncipes que te devuelven a palacio tras probarte con éxito un zapato perdido en el camino.

Podría ser la madre de casi todos mis compañeros de clase, pero me da lo mismo.  Preparo cada día un plan cultural o de ocio para la tarde. Museos, librerías, conciertos en iglesias, paseos a través de los puentes que siempre te empujan a los muros de una universidad en la que estudiaría cualquier cosa con tal de traspasar sus rejas rodeadas de prados esponjosos. Una ciudad con río es un oasis que no se seca nunca, divina providencia. Y durante esos trotes con mis hijas voy leyendo carteles y repasando palabras, como ayer Minichuki. Y tengo cinco años. Y el mundo se me antoja un puro enigma que voy a descifrar sin duda alguna…

 

Banda Sonora para esta pieza? Nina Simone!!!!!