“El llamado arte culinario se basa en un asesinato previo, con toda
clase de alevosías. Si ese mal salvaje que es el hombre civilizado
arrebatara la vida de un animal o planta y comiera los cadáveres crudos,
sería señalado con el dedo como un monstruo capaz de bestialidades
estremecedoras. Pero si ese mal salvaje trocea el cadáver, lo marina, lo
adereza, lo guisa y se lo come, su crimen se convierte en cultura y
merece memoria, libros, disquisiciones, teoría, casi una ciencia de la
conducta alimentaria”.
Manuel Vázquez Montalbán. Contra los Gourmets.

Preparo fabada para cinco. En realidad hoy seremos ocho adultos y siete niños a la mesa, pero  me traje de Asturias el clásico pack de fabes y compango (palabra que me encanta por su sonoridad y no entiendo muy bien) y pone muy clarito que es para cinco. No seré yo quien vulnere las santas proporciones de la receta, la aritmética del chupchup. Serán tapas de fabada y a correr.

Lo mejor de cocinar es que te obliga a montar guardia frente al fuego. Las que nos prodigamos poco (ya sabéis, lentejas quemadas y paella para cuatro) conocemos que un despiste puede ser fatal. Así que trasladas el equipo comando a la cocina: música (Aretha Franklin, Chet Baker, Carlos Do Carmo…) ordenador con la página abierta en la receta y alguna revista para los tiempos muertos. Craso error. El guiso no entiende de recreos. O estás, o no estás. El Comidista del Tejado no da estos consejos, pero debería. Muchos incautos desentrenados, como es mi caso, necesitamos la letra pequeña al aproximarnos al fogón. 

Si eres impaciente y precipitado deberías hacer recetas sin parar.  El ritual de extender sobre la mesa los ingredientes, la tabla recién lavada, los cuchillos relucientes y los condimentos tiene algo de sagrado. Hasta que ves por la ventana a tu vecina tendiendo sus fajas marrón clarito. Si obvias este pequeño y antiestético detalle,  corres la cortina y te concentras en cortar en pequeños trozos la cebolla, picar el ajo y espolvorear el perejil, las horas pasan y los olores van sucediéndose sin tregua en una verbena frenética que te invade y te abruma. De ahí que convenga tener a mano una cerveza con su rodajita de limón y dar pequeños sorbitos en un ritmo sostenido.

Creo que con el tiempo me está gustando la cocina porque consigue abstraerme de cualquier mal pensamiento. Soy manos, olfato y lengua. Y oído, desde luego, porque el hallazgo de la música que arranca el punto de hervor es gloria bendita. Si cocinas, diría, nada malo puede pasarte (a excepción de quemaduras, golpes y explosiones, desde luego. Pecata minuta).

En mi familia paterna se lleva la cocina intempestiva. O sea, que según te levantas de la cama empiezas a prepararlo aunque no sea Navidad y tu familia protesta porque el olor a chorizo y panceta en lugar de a café con tostadas es una agresión para la pituitaria. Mi abuela solía amanecer con su oronda humanidad y, tras arrastrar sus pasos de japonesa con kimono por el pasillo, se ponía a picar ajo. “¿Qué se como hoy en esta casa?”. Mi padre, el inventor de la sopa vertical (esa tan sabrosa, grasienta y contundente que sostiene los fideos en torre, si te lo propones), hace lo mismo y deja la encimera como un campo de Waterloo. A mí, lo reconozco, me mola despertar un domingo y tener una misión concreta: fabada para cinco que probarán quince. Un plan ambicioso, entenderéis. Un reto que me obliga a preparar otro menú, puede que dos, más entrantes y postre.

La rama materna de mi familia practica la cocina precipicio. Esto es, no tiene ni idea de lo que te va a dar de comer hasta minutos antes de sentarse a la mesa. Esto otorga a cada cita una emoción extra, entenderéis, y una angustia con matices de ansiedad que no se calma hasta la sobremesa. Tú llegas a casa de mi madre y la ves enloquecida en la cocina. Te dirá, por ejemplo: “Tengo unas pocas albóndigas, sopa para cuatro o cinco, pon ese jamón en un plato y mira si hay queso. ¿Te parece que fría estos tacos de merluza y así completamos?“. Y tú te contagias involuntariamente de ese frenesí, y mascullas entre dientes pero no dices ni mu porque en el fondo has heredado esas dotes de prestidigitación improvisada. Y te pone la idea de ejecutar un menú con lo que pillas.

Nueve semanas y media

Todos en casa hemos vivido ese momento de llamar con temor a casa de mamá para ver qué llevamos y que te responda “no hace falta nada”. Y comprobar enseguida que no había un plan, sino una gyncana: convierte lo que tienes en la nevera en comida de fiesta. Voilá!

Os dejo, que la cocina me reclama. Tengo las fabes en remojo desde ayer y espero se comporten como reza en el envase y no me obliguen a tener que ofrecer a los míos unos huevos fritos con patatas regados con buen vino y conversaciones a gritos sin hilo conductor. Esa algarabía que, al igual que la sopa vertical en el plato, te hace sentir el calor de la familia. Precipitada e improvisadora. Pero feliz reunida delante de un plato de lo que sea.

“… El placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha,
nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de
la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de la
evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando
vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la
esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descarado
de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando
Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados.”
Rayuela. Julio Cortázar.