Mi querida Big-Bang:

Sabes lo que me excitan las buenas historias. Ayer, en el patio del colegio de las Chukis, mi amiga de la infancia me contó una de esas de real life. Un pirotécnico y su esposa cañón son los protagonistas. Cada verano, él la lleva al pueblo con el niño y se aleja con su furgón de fuegos artificiales para recorrer la geografía lanzando petardos destelleantes al cielo en las fiestas locales. Ella, encerrada tres meses entre montañas, perpetra su pequeña venganza: “No sabemos por qué instala un ducha portátil fuera de su casa -relata mi amiga M.C- y se enjabona cada tarde, para alboroto de los vecinos”. Añadiré, por si no ha quedado claro, que la tía está tremenda. Es una maciza abandonada y puede que despechada.Y su traca personal hipnotiza cada atardecer a los hombres del poblado, que salen como cromagnones a contemplar el espectáculo glorioso como se contempla el firmamento lleno de estallidos multicolor.

La vida a veces son bucles concéntricos. Y este pensamiento no descarto que sea fruto de las explosiones de anoche. Hay hombres que prefieren dejar a sus mujeres al albur de un enjabonado libidinoso que comprobar in situ los efectos sobre los otros machos de la tribu. Imagino al pirotécnico resudado bajándose del furgón cada tarde al llegar a su destino. Desliando los cabos de los cohetes con paciencia de relojero. Colocando en pequeños montones y son suma delicadeza los explosivos, en figuras simétricas. Aguardando a que caiga la noche y cenando con la alcaldesa del pueblo, que será una especie de Rita Barberá, igual de desbordada de carnes y dientes pero sin perlas. Fijo que justo antes de su momentazo llamará a su mujer: ¿Qué haces, querida?”. Y ella: “Nada…me estaba duchando”.

Si tu pareja es una Courtney Cox o, en versión menos ordinariota, una Giselle Bundchen curvilínea como una samba, sólo te quedan dos opciones, imagino: montar guardia en el porche de casa o hacerte pirotécnico. Personalmente nunca he sido partidaria de los novios tipo Brad Pitt. Me parece sumamente incómodo ver a todas esas lobas devorándole mientras os tomáis una caña, y preguntándose: “¿qué habrá visto en esa tipejilla rubia de bote?“. Como me dan miedo los petardos, la salida de echarme a la carretera con la furgoneta no es una opción. Así que ahora entiendo por qué amo a tipos como Harvey Keytel, como Gabriel Byrne, como Kevin Spacey o como Edward Norton. Altamente atractivos en distancias mucho más cortas que la de la ducha, pero puede que anodinos vistos desde la mesa de enfrente de un bar.

Te dejo ya. No dirás que no te he dado alimento para una tesis sobre las parejas humanas. Hay quien se empareja para conseguir un upgrade y quien prefiere obviar los petardos y relajarse porque aunque su novia se duche en pelotas en medio de la plaza del pueblo, no sobrevendrá una bomba lasciva. Hay quien prefiere a los feos para no sufrir. O a las macizas para crecer dos palmos de ego. Los caminos del amor son inexcrutables…

PD. Que nadie se sienta tentado de plagiar en su novela la historia del pirotécnico. Mi amiga M.C me la regaló ayer con amor. Ya veré lo que hago con ella…