“En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. (Lucia Berlin. “Inmanejable” (Manual para mujeres de la limpieza).

Despierto mucho antes de que el sol de la Alcarria se decida a prestar su servicio cotidiano. La casa en ese estadío intermedio entre el estremecimiento y la tibieza. Me envuelvo en la bata gris de estrellas, que huele al humo perfumado de la chimenea anoche. Bajo al salón y me sobresalta el arrastrar de mis propios pasos por la escalera. Mi perro aparece en cuanto me siente y me pisa los talones, sin rencor. Sólo he conocido una persona a la que no le alteren los madrugones insomnes y los salude con el alborozo de cada comienzo: se llama Brontë (con diéresis o sin ella, según la prisa).

“Mi perro es una buena persona. Una de las mejores personas que conozco”. Eso diría si tuviera que presentarle en un summit de esos que proliferan como setas (lo que antes eran cumbres, a veces precipicios).

Ojalá, dice Lucia Berlin en el relato que recupero con la luz justa de mi rincón de amaneceres, “ojalá tuviera un perro para sacarlo a pasear”. Ella, o su protagonista – tanto da- es una madre alcohólica a un paso del delirium tremens, con poco más de un dólar en calderilla y demasiado pronto para llamar a la puerta de un bar. Su hijo le ha confiscado las llaves del coche. Sus vecinos no le dirigen la palabra. Es una borracha crónica, eso lo que más. Y también una madre preocupada por poner la secadora para que la camisa y los calcetines de su hijo mayor estén a punto. Es una perdedora a la que en este momento del relato le da lo mismo perder. Sólo quiere un trago. O en su defecto una bebida con mucho azúcar que engañe a su adicción y aturulle a su estómago el tiempo suficiente como para que abra la tienda de licores.

Para un alcohólico no hay momento más esperado que la apertura del bar de confianza. En realidad, de cualquier bar o colmado que dispense licores (la confianza vendrá sobrevenida).

Y la coartada para salir a la calle demasiado pronto sin ser la comidilla del barrio es el perro. El paseo necesario para que haga sus necesidades. La bolsa de recogida de miserias siempre a mano. El relente agitando sus alas en la Alcarria feliz, ese lugar perdido y a un paso de Madrid, para entendernos.

Cuanto más baja de esperanza estoy, más necesito a Brontë. Él huele mi estado de ánimo y se acompasa peludo y expectante. A veces de pura gratitud juego con él y finjo que voy a robarle la pelota. Cuando más abatimiento, más gozo al sentirle detrás de mi cuello en el sofá, ese lugar preferido donde mi perro hace de gato y respira pesado, confiado en que eso es amor verdadero y lo demás mondingas.

Lo mejor de un día cualquiera en la Alcarria, te diría,  es el primer paseo con Brontë. Su trote loco al abrir la puerta que da al Corralejo, como un torete que embistiera su propia sombra. Mis botas con forro de borrego, el diminuto bolso para el móvil y la gran decisión primera: ¿vamos por las Noguerillas, mi amor, o por la carretera al olivar? Y a él todo le va bien, con tal de ir. No hay moros en la costa casi nunca. Acaso algún vecino subido en su tractor, que te lanza un saludo lacónico y se borra despacio, como a cámara lenta entre zarzas y tierras bien aradas, en una simetría deslumbrante.

A Brontë los tractores le traen al pairo; él está concentrado en devorar higos caídos, restos de racimos de uvas, deliciosas nueces que ha aprendido a cascar con sus colmillos, y en marcar territorio acá o allá con poca convicción, como un adolescente posturista. Y me deja sumirme en pensamientos colgados de las curvas del camino. La tierra rojo sangre, los chopos amarillos, las bellotas parduzcas. Y apenas se distancia de mi sombra, para guardarme el aire. Y nota mis jadeos en las cuestas, y el peso de mis pies tronchando cavidades con hojas que el Otoño ha colocado a capricho. Y cuando de repente se vislumbra un prado, una extensión en llano con restos de la siembra que ya fue, se vuelve medio loco y persigue fantasmas, y a mí me da la risa.

Lo mejor de las mañanas para las borrachas de alegría con síndrome no son los bares, mi querida Lucia Berlin, son los lametazos de Brontë en mis orejas, en el hueco del cuello y hasta la frante. El ruido de la puerta que lo pone nervioso y expectante. El paseo frugal de la mañana, manos en los bolsillos. Deseando que el poso de la desesperanza se lo lleven las letras de los libros que cuelgan de los árboles. Las patas de mi perro en su loca salida cotidiana que es una danza a dos, a tres o a cuatro.

Tan cálido y amigo como el primer trago de licor a sólo unos minutos de este delirium tremens.