Desde ayer, mi padre anda preparando macarrones para celebrar su día, que en realidad es mañana. El tiempo, ese gran tirano, se ha hecho flexible por imperativo político y hoy nos juntará a una mesa donde los hidratos y las grasas vencen siempre por goleada a las verduras y a la fruta.

Mi padre se relaja cocinando. Mi padre se estresa en la cocina. Para él, un campo de batalla donde los muertos son cacerolas, tenedores y badilas que chorrean aceite. Mi padre lleva viviendo solo muchos años, pero su casa siempre parece huérfana de una mano de mujer de las de antes. A mí esta evidencia me entristece cuando entro en ese piso grande, que fue de mi abuela, y todo está tal y como ello lo dejó.

-Papi, abre un poco las ventanas, que aquí apesta a tabaco.
-Imposible, hija, si sólo fumo en la terraza.

Mi padre miente como un bellaco para relajarnos, ahora lo sé. Asegura que cena verduras cada noche y que camina dos horas diarias. No miente cuando dice que lee, porque todos lo hemos visto devorarse las páginas de un libro tras otro, novela histórica o serie negra, en una lectura vertiginosa que no impide que se quede con lo esencial. “Papá, es imposible que ya te hayas terminado esa novela”. Y él te mira entonces de soslayo, finge que no te oye y te pregunta qué te parece el vino rosado que ha puesto.

Me atrevería  a asegurar que todos detestamos el vino rosado, esa mariconada con perdón que ni es una cosa ni otra. Pero nadie osa criticar, y se brinda y se bebe. Y él no para quieto a la mesa. Se levanta, busca una fuente. Se sienta, te sirve más de la cuenta. Se enfada si comes poco. Reparte sarcasmos bienintencionados y se le ve feliz, con todos alrededor. Pero agobiado por las voces, por las conversaciones cruzadas de una familia numerosa que no escucha, pero ríe a carcajadas.

Siempre he envidiado a esos padres que orientan, que trazan una sombra alargada a la que uno se agarra si vienen tempestades. Ya no. Uno es el fruto de la adaptación a padres defectuosos, que es lo que somos casi todos. Ser padre, ser madre, es como correr la marathón sin haberse entrenado.  Una prueba y error que no termina. 

Diré que mi padre es una caja de secretos trepidantes que hemos ido descubriendo y que aún no se ha cerrado. Es un hombre que siempre está dispuesto a ayudar a los demás. Un tipo al que quiere todo el mundo. El suegro que siempre cae bien a mis novios y a las parejas de mis hermanos. El autor de esa frase mágica “la perfección no existe“, que cuelga torcidas todas las estanterías, sí, pero que arregla cualquier aparato que se rompa aunque nunca antes le haya visto las tripas. El abuelo al que adoran mis hijas aunque lo ven poco porque siempre desaparece, huye, se exilia a otros paisajes.

Mi padre es un hombre bueno y desastroso que arregla cosas y nunca pide nada. Eso es lo que es. Y hoy es su día. Y lo celebraremos comiendo macarrones y bebiendo horrible vino rosado. Tan contentos.

Feliz día a todos los padres imperfectos.