A las seis de la mañana de hoy, sábado, mi padre salió por la puerta con su trolley gigante y su gorro de lluvia calado hasta las cejas. Stop. Ni un café se tomó. Stop. Creyó que no le escucharía, pensaba irse a la francesa, pero no. “Hay que ver lo que madrugas, bruja. Como ya estás bien de tus virus, me vuelvo a la montaña”. Stop. Vuelve pronto. Llama cuando llegues. Podías haberte quedado unos días más… Stop. Sí, sí, pero me voy que tú necesitas mucha libertad… Stop.

Y después se lo ha tragado el ascensor.

Se ha ido mi padre y me ha dejado con dos kilos menos gracias a un virus asesino y un mantra: “Hija, tu cuerpo no puede más. Deja de hacer tantas cosas”. También me ha dejado una jarra de suero denso y naranja en la nevera y jamón york para que mi estómago no se desmande de nuevo. Una barra de cortina arreglada, el picaporte de la puerta de mi adolescente arreglado. Tornillos aquí o allá, porque mi padre no es muy de rematar. “La perfección no existe“, suele repetir.

(Un padre a veces es un hombre que te arregla los desperfectos de la casa, te arregla un poco los desperfectos de la vida y luego se lo traga el ascensor hasta vete a saber cuándo).

Puente de Oporto

Mi padre ha encontrado su sitio a 500 kilómetros de aquí. A veces hay que moverse para reconocer el lugar al que pertenecemos. A veces es un rincón con un teclado que no exige más mudanza que quitarse las legañas y ponerse las gafas de cerca, si es que las encuentras. A partir de una edad conviene reconocer nuestro sitio en el mundo o estaremos condenados a rular por las calles, por los mapas,  con un trolley desvencijado y sin gorro de lluvia. Las personas que mejor lo han aprendido a menudo dejan de sentir la necesidad de viajar. O lo hacen con un propósito. Ayer G. me escribía: “Buenas noches, mujer inquieta. Ya estoy cerrando la maleta, China me espera. Espero hacer al menos tres o cuatro fotos buenas (ya sabes que los chinos son muy suyos)”.  Poco antes D. me había confesado su deseo de ir a Sri Lanka. ¿De cuántas horas de avión hablamos? pregunté. Mis virus y yo nos conformamos con volver pronto a Oporto y volver a atravesar al atarceder ese majestuoso puente de hierro que quizás diseñó Eiffel y que conecta dos orillas decadentes y tan distintas que te permiten ser dos personas según te asomas al mundo desde una o desde la otra.

Leo que Portugal se fruta las manos con la inminente ley del aborto española y lo comprendo. No pensaba hablar aquí del asunto pero voy a hacerlo a riesgo de molestar a algunas conciencias amigas. No conozco ni una sola mujer que aborte por vicio o por deporte. Sí he conocido a varias que lo han hecho por desesperación, incapacidad de seguir adelante, miedo a un bebé con taras importantes, ausencia de padre, ausencia de salud. Falta de recursos. Angustia. Jamás las juzgaría por ello. Entiendo que una ley tan restrictiva como la que propone Gallardón el progresista debería incluir un compromiso de cuidado y tutela ad eternum de esos nasciturus a los que tanto quiere proteger, una vez que hayan nacido. Pero de eso no se habla, debe ser que no lo han contemplado los meapilas ansiosos de pillar votos conservatrices. Dicho esto, no saldría a la calle con pancartas de “mi cuerpo es mío” porque me parece reduccionista, trasnochado y ayuda al enemigo. Si el número de abortos incluso ha disminuido con la actual  ley de plazos es que no ha sido un coladero, me dice el sentido común sin necesidad de apelar a mi conciencia.

Pues sepan esos enjuiciadores de conciencia ajena que con su ley conseguirán lucir unas estadísticas preciosas y blanqueadas como tumbas podridas por dentro, pero que dudo que las mujeres cambien de idea por muchos siete días de reflexión que les den. Y que si tienen que abortar lo harán en vaya usted a saber qué condiciones. Y que si tanto velan ustedes por la vida por qué no ilegalizan el tabaco que también mata. Y dejan de cobrar impuestos de muerte. ¿Ah, que no es lo mismo? No, no es lo mismo pero algo se parece. Y de paso cierren los casinos porque la ludopatía mata a muchas familias.  ¿Ah, que también es una fuente de ingresos? Vaya por dios. Y el alcohol, ¿qué tal una ley seca a la española?

Mi padre se ha ido y me ha dejado disparada y sin seguro en la pistola.  Ahora sólo me queda comer jamón york a destajo y recoger uno a uno los tornillos, en silencio solo roto por la lluvia en el patio y el aire en las cortinas que ya no se caen. Que por fin han vuelto a su sitio.