Heart hunter: Dícese de la persona experta en buscar parejas adecuadas a los singles incapaces de encontrar por sí mismos.

Hace años tuve que escribir un reportaje sobre la primera página de contactos en Internet y me puse como cebo. Sin foto. Me avergonzaba la sola idea de que algún conocido me etiquetara de desesperada. Buscar novio en la red era una temeridad y para algunos algo parecido a un mercado de abastos con la mercancía expuesta, cuando no prostitución encubierta. Tales eran los prejuicios.

Recuerdo haberme creado un perfil similar al mío, pero adornado con detalles biográficos y profesionales falsos como Judas Escariote. Corregí varias veces, porque mi vis más gamberra quería  ser “reponedora de supermercado” y madre de cuatro hijos y tres gatos. Una madre coraje sin tiempo para sí misma que vivía en el extrarradio y se pintaba las pestañas con la luz mortecina del Metro, a las seis de la mañana. Tras ser advertida de que tal impostura me obligaría a desarrollar unas dotes de interpretación de las que carezco, abandoné mi plan y mentí con sordina. La pagina era muy exigente y te obligaba a rellenar tal profusión de datos que sólo faltaba dejar tu huella de ADN. Cuando terminé, vi a mi otra yo con una mezcla de satisfacción y extrañeza, e hice clic.

A las pocas horas, entró el primer aspirante. Recuerdo que en la segunda línea ya había una falta de ortografía, dos, tres, y un párrafo después se expresaba con muletillas tan vulgares que lo rechacé airadamente.

Nena, esto es un trabajo, recuerda…

El siguente parecía adorable y yo iba a ser más tolerante. Era divorciado, dinámico, viajero, deportista y…”amigo de sus amigos”. 

No puedo con los amigos de sus amigos. Lo encuentro redundante. Si no eres amigo de tus amigos es que no tienes amigos. Y un hombre sin amigos es sospechoso de facto.

Tras varios intentos que ponían a prueba un perfil de exigente patológica, acepté una cita con un tipo coetáneo y escritor aficionado que evitaba los laísmos y no parecía zarandear demasiado al diccionario RAE. En la foto salía corriendo por un parque y me juraba no tener antecedentes de desequilibrio mental diagnosticado.  Quedamos en el Retiro, Puerta de Alcalá,  a una hora naif de parque con niños, y antes de ir advertí a mis amigas del sms que debían enviarme al rato como flotador por si resultaba ser un serial killer o, mucho peor, un aburrido.

Recuerdo que invertí un rato largo en elegir mi atuendo. Debía ser casual, pero coqueto. Nada sexy, desde luego, no fuera a pensar… La reponedora con cuatro hijos y tres gatos me habría ganado en determinación. Yo dudaba delante del armario. Al fin opté por la asepsia del vaquero y una camisa, la capa apenas maquillada y sin tacones,  y me dirigí a la cita, aterrada con la idea de que el tipo sospechara de mis aviesas intenciones y me desenmascarara.

Cuando llegué, él estaba allí. Parecía normal, aunque enseguida afloró un tic en la ceja izquierda que me destraía de sus palabras. Decidimos pasear. Sentarse en un banco con un desconocido es intimidatorio. Yo llevaba una lista mental de preguntas pero él se había preparado mejor que yo el examen. Se pasó media hora queriendo saber qué hacía. Yo era funcionaria, pero no sé qué hace un funcionario ministerial más allá de los tópicos perversos. Así que contestaba vaguedades y él apretaba más las tuercas.

Media hora después reaccioné al acoso e inicié el turno de preguntas, humillada por el personaje gris y poco convincente en que me había convertido. Pero si yo era una triste empleada pública deseosa de oír el gong de las tres para salir pitando a casa y atender a mis hijos (no sé por qué cambié el sexo de las chukis, lo que resultó ser una trampa porque casa dos por tres se me escapaba un “las niñas”), él era un mortis. Ortográficamente correcto, sí, y con una sintaxis irreprochable pero lo que se conoce vulgarmente como un “bolas tristes”. Un abúlico incapaz de disfrutar mínimamente de la vida que leía a Camus como a su gurú y se pasaba las madrugadas buscando mujeres que le alegraran la vida.

Decidí que no estaba por la labor, ni siquiera por exigencias laborales, y en un momento dado, a la hora acordada, mis amigas me mandaron un sms de “¿cómo va esa cita?” que yo leí ligeramente modificado:

-Uf, mis hijas me necesitan. La pequeña se ha pillado los dedos con una puerta.
-Ah..¿no eran chicos?
-No. Y yo no soy funcionaria. Soy reponedora de Día y la peor compañía que puedas imaginar. Además, me echo el rimmel en el vagón del Metro y tengo gatos.
-Odio los gatos.
-Pues no se hable más.

Me lancé al primer autobús que paró delante de la puerta de Alcalá. Tres o cuatro semanas después publiqué mi reportaje, una visión altamente positiva de los ligues por Internet que no hablaba de ese poso que se te queda cuando regalas tiempo a alguien que no te interesa ni un poquito y lee a Camus para reforzar su melancolía. 

(De cuando en cuando debo confesar que fantaseo con la reponedora de los gatos, una mujer desolada que un día conoce a un tipo en el vagón y se enamoran. El hombre lleva meses fascinado al verla sacar el espejo diminuto y sortear el sobresalto de unas ojeras eternas. Y desenfundar el rimmel, y pasearlo a conciencia por unas pestañas largas y derrotadas. Próxima parada, Tribunal).