Tu Casa a Juicio

El pintor al que pedí presupuesto para remozar mis paredes me escribe un mail escueto con un presupuesto pelín inflado y sus nuevas condiciones: “Hasta mediados de septiembre, rien de rien”. Le  respondo que no lo veo muy viable porque entonces el vendaval de la rutina habrá entrado en casa y la conviviencia con las chukis y Tortu entre polvo y rodillos será insoportable. Me contesta que “lo deje para el año que viene”, que me mantiene el presupuesto “e incluso me lo baja”.  Que ha sido (he sido) muy precipitado (precipitada) al pretender transformar mi hábitat en unos pocos días de agosto. Yo pienso en esos programas donde hacen reformas en un visto y no visto. “Love it or list it” (Tu casa a juicio), es mi favorito.

La fórmula del programa es adictiva. Se junta un tipo pretendidamente sarcástico, feúno, de traje barato y mal cortado y pelín borde (David) con una mujer esforzada, recauchutada de hialurónico e inasequible a la impertinencia (Hilary). Se elige a una pareja estándar canadiense y a menudo ordinariota con una casa grande y destartalada. Llena de rincones sucios, con la ropa por medio y un sótano plagado de quincallas domésticas que dan ganas de meter en un contenedor y llevar al vertedero (al “punto limpio”, otra de esas denominaciones absurdas e irónicas dado que es un lugar de ponzoña inorgánica). Se elige a un albañil macizo al que se enfoca en plano bíceps constante mientras levanta un tabique de pladur, instala un enchufe o se rasca la nuca con un gesto de galán eróticofestivo que ríete de Richard Gere en “American gigolo”. Y se pone a la pareja propietaria a discutir en diferentes rincones de su estercolero sobre lo feliz que yo soy en la ciénaga o lo bien que estarían los niños en otra más limpita y ordenada, por sólo 100.000 dólares más. Con una suite dormitorio donde su vida sexual se revitalizaría hasta alcanzar cotas de honeymoonismo.

Todos albergamos la fantasía de que un pequeño cambio en nuestra casa es un gran cambio en nuestra vida. Más aún desde que existe IKEA y su eslogan imbatible. De ahí que la reforma, esa gran desconocida, nos sorprenda con elevadas expectativas que no reparan en los inconvenientes. Para cuando las máquinas han entrado en faena y los operarios -que nunca están tan buenos como el de “Love it or List it” ni suelen exhibir tanta propiedad gramatical– han tomado posesión de los pasillos, tú entras en brote y te arrepientes ipso facto del arrebato que tuviste. Pero ya es tarde.

Menos mal que mi pintor conoce mis repentes y sabe que más vale mujer arrepentida a tiempo que desazonada e irritable en los postres. Un hombre así es lo que nos conviene a las que amanecemos con planes y nos acostamos haciendo balances. Las chukis lo tienen tan interiorizado que cuando mi tercera hija pregunta ¿qué vamos a hacer hoy? -dos o tres veces al día- ellas responden: “Tranquila, que a mamá siempre se le ocurre algo”. Mamá, entretanto, pone en marcha la máquina de urdir planes y se dispone a frustar sus intentos de arreglar las paredes de un hogar con rincones del caos donde Hilary haría alguna de sus muecas y David el terrible recomendaría una tocata y fuga right now.

American Gigolo

Cambiar todo para que nada cambie, ese será hoy mi leit motiv. Para empezar, pienso alterar mi ruta de carrera e iré por la margen izquierda del camino. Compraré el pan a la ida, saludaré al viejo de los chuchos pulgosos,  y buscaré un recipiente nuevo para la pira de esta noche en la fiesta de los deseos que organizamos en casa. Un akelarre donde quemamos papelitos con aquello que queremos atraer a nuestras vidas y todo eso que apartaríamos como al demonio. Creo que en lugar de salud, dinero y amor pienso poner “unas paredes de infarto”. O una Hilary afanosa que se persone con el macizo a darle un meneo a mi hogar mientras yo trisco aún por las montañas astures, feliz y despreocupada.

Love or list it. Esa es la cuestión.

(Love it, siempre love it)