La protagonista de “Viajo Sola”

Fui al cine a ver una película anodina titulada “Viajo Sola“. Yo era la única sola en una sala medio vacía donde el público, mayormente parejas, tenía hambre de comedia agostera y se reía sin ganas de secuencias que no tenían ninguna gracia pero que en italiano grandilocuenti parecían de chiste. La historia es como sigue: Una mujer madura, atractiva y absolutamente sola (sin hijos, sin pareja, con un amigo fiel que fue su amor en el pasado) vaga de incógnito por hoteles gran lujo para inspeccionar cada nimio detalle y calificar al establecimiento. Su obsesión por encontrar polvo en el cabecero o un mal gesto del maitre le impide disfrutar de camas king size de ensueño, elegantes sofás en tonos tabaco, evocadores spas o del room service en albornoz. Uno de esos placeres inmensos que saboreo cuando duermo en un hotel sin compañía.

El hotel es un lugar en ninguna parte. El epítome de la soledad, da igual donde se encuentre y la categoría que tenga. Hace unos días una amiga tuvo un percance en la carretera que la obligó a parar en un pueblo y, tras ir al médico de urgencias, buscar una cama donde reponerse unas horas antes de seguir viaje. El hombre al que preguntó insistió mucho en que cogiera el coche y se dirigiera a la ciudad más cercana, pero ella no tenía fuerzas ni de recorrer cien metros. Así que terminó en una pensión de camioneros. Algo parecido a la que ayer sacaba el ABC en una pieza sobre las putas de la calle Jardines (nota: al ABC le encantan las noticias sórdidas. La foto mostraba un cuarto con el cajón de la mesilla abierto lleno de envoltorios de condones). Una vez dentro de la habitación, diminuta, mi amiga se dejó caer sobre la camita de 90 centímetros con una de esas colchas brillantes de tejido acrílico y tonos vainilla relavados, enfrentada a un armario con su espejo de cuarterones, y al cerrar los ojos sintió que le daba igual. Que esa cama minisize era suficiente para enjugar su malestar y esa sensación de soledad a merced de la carretera. Durmió a pierna suelta y al despertar siguió camino. El dueño de la pensión, que era a su vez dueño del bar costroso de enfrente, le cobró 15 euros por las tres horas de cama (¿eso pagan las putas por el uso de cuartos para un polvo? Debo preguntar en el ABC). Ella hubiera pagado cien.

Pensión de prostitutas, pobres…

De haber sido inspectora, como la protagonista de la película, habría calificado muy bien a esa pensión y a ese hombre que le cobró tan poco y no hizo preguntas cuando la vio entrar, descompuesta, a pedir cobijo. “Le hacen la cama en un momento, señorita, y se queda usted lo que necesite”, le dijo, y salió corriendo a encargar a la patrona que apremiara. El cuarto olía a pastillas de naftalina y a sudor de trabajador reventado. No tenía baño, era uno común, en el pasillo, que mi amiga utilizó algo melindrosa.  Pero era un baño, y una cama, y cumplieron su finción reparadora.

Suelo dormir en el salón cuando el calor aprieta y mi cama esponjosa se convierte en una sauna. Cada noche tiro un colchón sobre el suelo, encaro la tele hacia mí y finjo que estoy en un campamento hippie o en un hotel grunge de cinco estrellas. El aire acondicionado a tope, una botella de agua, los tapones de oídos cerca y la sábana para distraer el estremecimiento del frío de la madrugada. Si están las chukis se apuntan al plan y disfrutamos. Es mi cama de verano y mi espalda se lamenta cada mañana, pero tiene algo salvífico y amistoso, un flashback al camping con amigas, las risas y la confidencia al caer el sol.

La próxima cama

Ayer, lo confieso,  reservé habitación en uno de los mejores hoteles más  de San Sebastián. Fue un impulso salvaje. La convicción de que merecía dormir en esas sábanas de hilo blanco perfumadas de brisa marina. Estaré sola, llamaré al servicio de habitaciones y recibiré al camarero en albornoz mientras elijo en el menú una película en francés o en italiano. Me reiré si es comedia, lloraré si es un drama y maduraré el viejo proyecto literario de las camas de mi vida. Desde la de mis padres a la del hospital donde di a luz. O esa otra, pequeña y desalmada, que me salvó la vida hace unos días…