El mejor regalo para mí son las palabras. Mejor que un solitario de diamantes. Mejor que un viaje a Marte sin escalas. Mejor que un paraíso con Adán exento de manzanas.

Lo he entendido esta noche, cuando desperté agitada por un sueño que se evaporó fugaz, y había un prólogo para mi libro en mi bandeja de entrada.

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Y abrí, voraz, destartalada, como haría una niña delante de un enorme paquete con papel de colores y un gran lazo. Y encontré una matroska, y dentro otra, y en el vaivén de cada capa iban palabras, pensamientos y un trazo Dorian Grey que me vitalizaba y estiraba las breves arruguillas de mis ojos. Y el corazón latía, salía por la boca desbocado, sangrante, agradecido. Y era viernes, aunque el almanaque recita martes. (Y que no debo casarme ni embarcarme).

Amo las palabras porque me construyen, aunque a veces me destruyan. Es un amor furioso y militante, que no da por vencida una batalla. Tengo debilidad por los bienhablados y contengo mi impaciencia con aquellos que vomitan palabras huecas en armazones de óxido y engrudo. Una palabra sola es contundencia, pero armada en una frase es poesía, o disparo, o una bomba que explota y compone una de Bach, introito puro.

Desprecio, ya lo he dicho, el desperdicio. El hablar por hablar. Amo a esos que construyen bello hasta con material de derribo. Me acerco instintivamente a quienes hablan y no sobra nada en sus discursos. No admiro al poderoso, ni al rico de familia, ni a aquel que ofrece el mundo subido en una loma, arrogante y seguro de sí mismo. Sí al poeta tan tímido que del aire extrae trabajoso algunas letras, las agita y riega con palabras un jardín de donde brotan rosas con pinchos y amapolas.

Hoy iré con mi regalo atado a la muñeca todo el día. Nadie podrá estallarlo, y si otros niños me piden que lo preste les diré que soy yo, hecha globo, y no debo desmembrarme. La novia de la boda, a punto de salir por esa puerta. Ungida en verbos claros, en adjetivos ligeros como espuma de cerveza. A punto de beberme un elixir, sobrevolando el asfalto dulce y caliente de mi amada Castellana.

Tengo un libro a punto de salir del horno que es este blog donde me cuezo cada madrugada. Tengo las ganas, la avaricia y el honor de pasar al papel, ese viejo y solemne caballero rugoso que acaricio por las noches, sumida en un bostezo impertinente. Tengo la suerte de vivir una pasión que no se apaga aunque salten de golpe todas las centrales nucleares del planeta.

Y tengo un Escritor, Héctor Abad Faciolince, que me ha hecho el regalo más precioso que puede hacerse a una mujer, a un ser inquieto. Zambullirse en el lago de su finca para extraer una a una, con delicado esfuerzo, las palabras del pecio de su genio. Y hoy estreno zapatos, y estrenaré vestido porque es fiesta.

Y tanta gratitud alborotada no cabe en un armario. Ni en un corazón tan alterado, tan temprano y tan viernes, aunque martes.