Cada ciudad es lo que te ha pasado en ella. Así, Venecia fue una góndola y un gondolieri cuellicorto y mi abuela, oronda y sarcástica, diciéndonos a mi hermana y a mí: “Nenas, no miréis a los novios (que se comían a besos en el asiento de atrás). ¡Menudos guarros!”. Luego fue el lugar donde pensé que todo estaba perdido. Y a la tercera fue la vencida y se abrió entera para ser devorada entre canales, sin folclore extra y mecida por la Bienale de Arquitectura. La mejor Venecia, digo, empieza en el `palacio de Peggy Guggenheim, divertida y casquivana,  y termina en un vaporetto, al atardecer, por encima de esos pilares que se pudren y que siempre son Thomas Mann.

Pero no, la mejor Venecia es la de mi abuela. Y siempre será así.

Santander, último destino, es el verano de los 19 años, toda la familia alojados en un piso del Paseo Pereda y un plan infalible: iríamos a mariscar. Y mi abuela, de nuevo oronda y de nuevo a la cabeza de la expedición. No recuerdo dónde fuimos, sí que al poco desembarcó un autobús lleno de adultos con síndrome de Down y que mi padre nos hacía señas para que no nos riéramos con crueldad: “Si es que nosotros parecemos subnormales, papá, ellos cogen mejor las almejas”. A la vuelta cocimos el botín y lo siguiente fue una gastroenteritis familiar aguda que nos tuvo a los siete por el pasillo a la carrera. Sólo se salvó ella, mi abuela, con sus ripios y esas frases redondas que nunca supimos de dónde sacaba: “Tócate el alma, María Manuela”.

Mi abuela fue también mi primer Londres. Compartíamos habitación y roncaba como un sargento de regulares. Yo, que ya era una histérica del sueño, le chasqueaba con la boca y conseguía que se callara por un rato. Al final, la zarandeaba y entonces se despertaba y se encendía con furia: “Eres una sinvergüenza. Yo no ronco”. Londres es por tanto la ciudad de los ronquidos, donde la yaya descubrió el Pizza Hut y donde nos subía a los autobuses rojos para que lo viéramos todo bien sin cansarnos.

En Roma, unos años después, nos llevó a una audiencia con el Papa. En realidad no era muy católica, pero se enamoró de Karol Wojtyla y aún cuelga una foto gigante y kitsch de éste en la habitación de su casa. “Es muy bueno, nena, y tiene cara de pillo”. Creo que si alguna vez rezó fue al santo padre, y que la única vez que la he visto andar tres horas sin quejarse fue por los pasillos del Vaticano. Allí, claro, no osó pronunciar su frase más volcánica, la que decía en sus momentos de máxima furia: “Ese es un hijo de Satanás”.

Si escribo esto es porque me he dado cuenta de que no he olvidado los detalles de cada viaje que hice con ella. Era llegar a un sitio, al hotelazo de turno (ahí no escatimaba): “Nenas, vamos a tomar posesión”. Y entrábamos en la habitación donde ella elegía su cama y yo buscaba el rincón más apartado para no oírla. Era llegar la hora de comer y: “Nenas, ¿no tenéis un poco de gusa?, y mi hermana y yo buscar el restaurante donde no le importaba probar cualquier bazofia. Era irnos un rato de tiendas y ella regalarnos algo a cada una, unas botas por lo general.  Y así hasta que dejó de viajar un día. Y entonces se apagó.

Los viajes son lo que nos pasa en ellos. Y, más allá, diría que viajar sigue siendo para mí volver a estar con ella un rato. Hoy no le chasquearía por roncar, lo juro, me pondría mis tapones. Y le diría que me encanta compartir góndola con parejas que se besan apasionadamente. O mejor, ser ellas aunque una mujer mayor, gorda,sarcástica y lista como el hambre, nos ponga mala cara y les tape los ojos a sus nietas.