Anoche, en una tertulia radiofónica de las que me encuentro cuando salgo en estampida de mi emisora porque toca fútbol, alguien dijo de Rubalcaba que es “el hombre que miente con más sinceridad“. Me pareció una frase a tener en cuenta. Algo más que un juego de palabras basado en la antítesis. En mi sistema moral maniqueísta, hijo de unos padres estrictos y unas monjas puñeteras, existían el blanco o el negro. La verdad o la mentira. Y en todo caso algunas variedades de ambas, como la mentira piadosa o la verdad por los pelos.

Pero que alguien mienta con sinceridad tiene todo el sentido. Digamos que su mentira es una construcción sin fisuras ni titubeos, tan sólida que permite estirar un argumento hasta el final. Tan profunda que engaña incluso a su perpretador. El trolero aficionado tropieza siempre por el camino. Es como el asesino incapaz de ejecutar el crimen perfecto. Se dejará unas tijeras, la borra del fondo de sus bolsillos o la tarjeta de un restaurante muy pequeño donde alguien se fijó en la leve cojera de sus piernas. Pistas suficientes para que la policía lo busque y lo detenga. Fin del cuento.

El mentiroso sincero, sin embargo,  está dotado de tal refinamiento para el embuste que escucharle es un espectáculo.  Todos hemos tenido cerca a alguien así. Encantadores de serpientes que componen la postura como alumnos aventajados del Actor´s Studio y modulan su voz tirando de método Stanivslaski para ofrecerte un recital de mentira tan delirante que merece una ovación al terminar.

Miénteme, Pinocho” es más que el final de un chiste verde popular. Es eso que pedimos a gritos cuando nos compensa fingir que creemos en alguien que nos está tangando pero con elegancia.

Debo reconocer no sin dolor que hace tiempo solía creerme a Rubalcaba. No apreciaba ni medio titubeo en sus sentencias cargadas de la dosis exacta de acierto sintáctico, vehemencia retórica y profundidad moral. Como la receta del perfecto Bloody Mary en su punto de angostura. Yo entonces era más ingenua de lo que sigo siendo, hasta que un día me caí del caballo y entendí que un político que dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad no tiene futuro más que en el país de Fantasilandia. En política la variedad de mentiras y verdades es más abundante que la carta de tapicerías de los sofás de IKEA.

Aún así, mi detector de mentiras sigue siendo más del maletín del espía con el que juega mi hija que del Mosad. Un engendro plastiquero que se rompe en cuanto detecta la tercera trola. Así he aprendido a obedecer a mis intuiciones. Al leve pinzamiento en el estómago, al titubeo de unos ojos que se fugan un segundo de los míos y roban una perla del collar de aquella dama. Me consta que mi sistema no está muy perfeccionado ni pasaría las normas ISO más livianas, pero me permite ser feliz. No escruto a los demás, los presiento y a veces dejo que me mientan a su antojo. Después me fumo un puro y los tacho de la lista. A otra cosa.

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Y considero una victoria no haber caído en el pilón del escepticismo. Seguir pensando a priori que me dicen la verdad. Que todo hombre o mujer es lo que parece hasta que te demuestra lo contrario. Y que “El honesto mentiroso” es un buen título que, compruebo ahora, ya acuñó  Rafik Shami en un libro que no he leído pero apunto en mi lista inabarcable.

Nota final: La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 11º, reza así: “Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras
no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en
el que se hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa
“.