Mi querida Big-Bang:

Me gustan las mesas grandes, los rincones pequeños y los techos altos. Los hombres, con discurso. Las mujeres, sin zalamerías, y los niños mudos o, en su defecto, afónicos. Las casas rurales sin bichos, los pueblos, con iglesia y campanario. Me gusta venir al campo y que me despierten las campanas, pero no las chukis. Los urbanitas hemos desarrollado un particular afecto a lo rural que aspira a recoger las comodidades de ciudad, sin los extras. O con algunos. Un suponer: una buena cama, unos cuantos libros y el sérum antiage.

“Menosprecio de corte, alabanza de aldea”. Este tópico del Renacimiento lo aprendí de Angelines, una profesora de literatura que nos enseñó en la adolescencia dos cosas: que la libertad estaba en los libros y que los hombres eran especímenes difíciles de abatir. Ella no distinguía entre los de campo y los de la ciudad, pero cuando hablaba de ellos torcía el gesto con cierta desesperación. Debería andar por los cuarenta, no sé. Cuando tú tienes 16 las maestras son de edad indefinible. Solía llevar camisas transparentes y jeans ajustados. La melena rubia y suelta. Una transgresión en el cole de las monjas, donde todo estaba contenido, holgado o abrochado.  Ella, digo, quería abrirnos los ojos a las verdades eternas, y como penitencia nos hacía leer El Quijote.

Con Angelines aprendí que seducir era lo mismo que llevarse al huerto. Juro que recuerdo su frase, dicha con mucha vehemencia, como un zarandeo, a esas niñas que estábamos a por uvas y a las que apenas habían besado. La virginidad se daba por hecha, como el valor en la mili, y los libros parecían la salida posible a un prado sin vallas ni prohibiciones con toca y crucifijo. La cultura como gimnasia escapista. A falta de Hanna Montana y Justin Bieber que llevarnos a la boca, “La montaña mágica” de Mann o Henry Miller (a escondidas) nos parecían planazos. Y Angelines marca-chichi-jeans fue la inductora. La primera feminista sin saberlo. Volcáos en vosotras mismas. Leed, malditas.

Menosprecio de corte. Me gustan los pueblos sin tarugos, los tejados de teja antigua, las chimeneas en primavera. Te aviso que lo mismo quemo mis naves y me quedo aquí, con lo imprescindible y muchas horas por delante. Se llama descanso eterno y huele a caballo. Lo mismo dejo de necesitar tus pastillacas. Lo mismo bastan las campanas.