El hamman es ese sitio donde unas señoras muy gordas te arrancan la piel a tiras y tú encima sonríes y te disculpas por acumular tanta inmundicia. Después, te dan un té azucarado como para sufrir un coma por exceso de glucosa y sales recitando versos de Mahoma y cagándote en dios (si eres malhablado e impío, que no es el caso)

Rebobinando. El escritor maldito consideró que no debía lavarse al menos durante un día. Estaba convencido de que el manto que protegía su piel tenía la misión de evitar que las ideas se evaporaran. “Una buena trama es insostenible sin cierto sudor concentrado”, solía afirmar pomposamente. Y empezó a poner de moda lo de vestir de negro para disimular los lamparones y el llamativo cerco bajo los sobacos. Nótese que el escritor jamás dice axilas porque ésa es una palabra discordante, capaz de desencadenar un gatillazo en todo texto que se precie. Sobaco es contundente y vulgar. Como el sudor agrio y revenido.

El sábado amanecí maldita y fui invitada al plan irrechazable: unos baños árabes seguidos de una película quita costras intelectuales. Allá que fuimos mi amiga A-1 y yo, dispuestas a ser desolladas. Tras una ducha breve fuimos enjabonadas por sendas huríes de poderosa envergadura, que nos empujaron al baño turco con una botellita de agua por todo equipaje. Si te dejan en pelotas y con una botella, imaginarás todas las posibilidades envuelta en la bruma de 80 grados pegajosos: me tumbo y pongo la botella bajo la nuca, tipo almohada. Me la bebo y sigo de pie. Me la echo encima porque el vapor mentolado me abrasa o salgo de aquí pitando porque estoy a un paso del desmayo.

Si te dejas embaucar con la absurda idea de que el infierno es depurativo como el menta poleo, no podrás protestar cuando la tremenda mujer se disponga, manopla en mano, a exfoliar cada centímetro de tu cuerpo mientras tú recitas en Apocalipsis en versión reducida. Un cerebro escaldado al vapor no da para grandes prodigios memorísticos. Tumbada sobre el sepulcro de mármol piensas en Viggo Mortensen y en su secuencia del hamman en “Promesas del Este”. Altamente erótica. Si es que es posible fantasear mientras tu torturadora te ha cogido el talón con firmeza y arranca las pieles muertas del talón. Cierra los ojos, concéntrate en Viggo. Imposible. Con la piel te arrancan las ideas, la capacidad de fabular, la dignidad en suma.

De ahí que el escritor se plantee pasar un domingo sin agua y jabón. Algo así como cocerse en su propia salsa. Desconecta los teléfonos, baja las persianas y se concentra en una historia que debe tener su panteamiento, su nudo y su desenlace aparente. Aunque sería mucho más interesante dejar el final abierto. Obligar al lector al desconcierto. Escaldarlo en ambigüedad y desasosiego. Alta concentración, teclado al rojo vivo y… sudor inevitable. Sin desodorante. El maldito se huele y arruga la nariz. No está acostumbrado a su ponzoña y el hallazgo le resta concentración. Corre a lavarse la cara preguntándose si el gesto será considerado de alta traición. Recuerda que ha leído que Steve Jobs pasaba una semana sin ducharse convencido de que no olía mal. Después presentaba el último I-Phone al mundo vestido de negro. Ergo el luto es creativo.

Entre vapores, has repasado la lista de los sospechosos habituales. Esos seres de indumentaria fumesta que probablemente  nunca pisaron un hammán. Los Men in black, sin ir más lejos. El James Bond de Sean Connery, con sus jerseys de cuello alto. Anthony Perkins antes de cargarse a la rubia en la ducha (por lavarse, ahora lo entiendo). Los Beatles. Los Rolling. Los mandamases del Banco Mundial.

Y el escritor empieza a sospechar que vestir de negro es en sí mismo sospechoso. Y que en adelante describirá a los protagonistas de sus historias por su olor corporal más que por su atuendo despistante. El sobaco, por fin, como dignidad literaria y leit motiv.

Y arranca: “ella se rascó el sobaco con fuerza y pensó en Viggo Mortensen y se sintió pegajosa y excitada”. Después corre a la ducha, sintiéndose maldito y traidor a partes iguales.