-Eso que has preparado es a la gastronomía lo que la colonoscopia a la medicina.

Mi hermano I. es un cachondo, y a las pruebas me remito. Ayer perpetré unas alcachofas con sobrasada siguiendo las instrucciones de mi nuevo más mejor amigo El Comidista http://blogs.elpais.com/el-comidista/2012/03/receta-alcachofas-rellenas-de-sobrasada.html.
El experimento empezó tarde porque el citado gurú de los pucheros no suele dar una información básica: cuánto se tarda en hacer la receta. O igual sí, pero puede que yo pasara por encima de la letra pequeña, como acostumbro. Así que me puse a pelar alcachofas a eso de las siete y media de la tarde. Craso error: mi familia es de cena temprana y sobremesa remolona. Además, como hay confianza, se presentan cuando dios los da a entender. El cachondo, sin ir más lejos, había salido del circo  con ese aturdimiento mortal/moral  que provocan las piruetas de pinito de oro poligonera y las gracietas terroríficas de los payasos: “Voy para allá. O sea, que estoy llegando”

Y ahí andaba yo arrancando hojas como quien deshoja margaritas: “Me quiere, no me quiere…” Convencida de que no, de que no me quiere, porque las hojas se resistían o al menos eso creía yo, que detesto las alcachofas desde la infancia porque luego el agua sabe dulce y porque mi madre solía obligarme a chuperretearlas una a una, cogiéndolas con la mano y se me pringaban los dedos. Y preguntándome por qué estaba cocinando un plato que odio…

La culpa fue de el Comidista y su reclamo:

“A todos los que odiáis las alcachofas, tranquilos porque esta es la
última receta del año con ellas. Pero dejadme al menos que me despida de
la verdura que ilumina este blog como Dios manda, con un plato de los
que me gustan. Es decir, simple en ingredientes, fácil de hacer, rápido,
original y sabrosísimo”.

Yo leí rapidilla, como suelo, este párrafo que reproduzco, y en mi velocidad creí entender algo así como: “A todos los que odiáis las alcachofas, ha llegado el momento de hacer las paces con la verdura. Esta receta no sabe a alcachofa, lo juro”. Y como la sobrasada ibérica me vuelve loca, procedí a espantar ese fantasma infantil como quien mata al Coco de las pesadillas. Entonces sonó el timbre y ahí estaba I. con su hija mayor, dispuesto a participar en mi experimento por el bien de la humanidad y la ciencia gastronómica.

-¿Qué tal el circo?
-Deprimente. ¿te acuerdas que papá tenía mucha inquina y apenas nos llevaba con la excusa de la inseguridad de las carpas?
-Papá es un visionario, además de un agorero. Ya imaginaba catástrofes como la de Madrid Arena hace cuarenta años.
-Yo odio el circo.
-Yo también.

Él odiaba el circo pero venía de llevar a sus hijas. Yo detesto las alcachofas y ahí estaba, rellenándolas de almendras, mantequilla y sobrasada. Los dos queríamos exhorcizar nuestros miedos. Y de paso esa desazón infantil del me quiere, no me quiere… La melancólica certeza de que a veces el azar impide que triunfe el amor verdadero, y que en lugar de engullir el delicioso corazón termines chupando hojas como un imbécil, y después chupándote los dedos para extraer algo de sustancia y no tener frío.

Sí, una alcachofa es al desamor como la magdalena a Proust. Pero los valientes y los descerebrados vuelven al lugar del crimen con la ilusión de que lo mismo alguien se ha llevado el cadáver o que todo fue un sueño.

“Parece una colonoscopia. Al menos así la imagino yo”, soltó el Cachondo mientras yo introducía el relleno en el cogollo de las alcachofas, pimplándome un sorbo de vino cada vez que completaba la operación en una de ellas. A esas alturas ya nos acompañaban A. y M., que confesó que detesta la sobrasada y que comería cualquier otra cosa, tranquila.

-¿Otra cosa? ¿qué otra cosa? pensé, y saqué un plato de jamón ibérico.
-No puedo comer jamón por el embarazo, ya sabés, pero no pasa nada…

Sí, había organizado una cena y agoté mis esfuerzos en las putas alcachofas porque en realidad era un ajuste personal de cuentas.

Cincuenta minutos después servía el plato único a la mesa y mi hermano A., que podría comer cemento armado, repitió tres veces.

-¡Está riquísimo, te juro que no es por hacer la pelota. Me encanta!

Yo, mientras, chupaba distraída las hojas.

-¿Me quiere, no me quiere?