Del celebradísimo reencuentro de los chicos de OT  me quedo con el pasmo de comprobar que están convencidos de que cambiaron la historia de España y, si me apuras, la del planeta. En los pocos lances que he visto del programa, me ruboricé de vergüenza ajena cuando alguno, de profesión llorón de lágrima fácil, pronunciaba sentencias huecas hipersolemnizadas sobre lo “grande” que fue y lo que supuso el reality.  La escasa inteligencia sin barniz cultural  unida a la osadía produce monstruos.

Ante tanta exhibición de materia gris de corto recorrido, siempre nos quedará André Comte-Sponville. El filósofo francés, a quien conocí a través de su libro “El amor, la soledad” cuando andaba trastornada por esa aparente contradicción (querer querer y sin embargo sentir cierto vacío), acaba de publicar “Esta cosa tierna que es la vida” (Paidós), título robado a Montaigne. Se trata de una conversación/entrevista con otro filósofo donde abordan temas de esos que sí cambian el mundo: la felicidad, las civilizaciones, el arte, la moral o la ética.

Naturalmente, no es un libro para beberse de un trago. Sino para asaltar a ratos y dejarse llevar en una noche boba por un capítulo llamado “De vez en cuando, la eternidad” donde el francés aclara cierta frase que dijo en el pasado sobre su ateísmo: “No hay nada fuera del mundo, hay que convertirse al mundo”. La idea de cultivar el adentro, hacer del pensamiento el hogar y defenderlo como la más preciada fortaleza.

Hace unos días alguien me preguntó con delicado cariño y atención en qué estaba pensando: “No tengo ganas de contártelo, mis pensamientos son míos“, respondí como la borde que puedo llegar a ser. Había sentido la necesidad de quedarme para mí ese rapto de intuición sin palabras que, ciertamente, no tenía nada de misterioso y mucho menos de trascendente. Pero no me sentía con ganas de compartirlo y me sorprendí con una fiereza inusitada.

Los adentros en tiempos de afueras; de sincericidios sin fuste pronunciados por cualquiera a quien le ponen un micrófono delante. La democratización de las redes sociales permite exhibir cualquier cosa y opinar por encima de nuestras posibilidades. Convertir un programa de televisión en un fenómeno que colapsó nuestras vidas da risa.  Tomarse tan en serio a uno mismo es síntoma de estados carenciales, me parece.

Lo único que nos separa de la eternidad somos nosotros mismos, dice Comte-Sponville. Sólo podemos habitarla, al menos provisionalmente, cuando el ego se retira“.

Vuelta al ego (a este paso haré un blog titulado “Egomanías, egomaniacos”, sobre la mediocridad a la que nos condena el exceso de ropajes cuando sabemos que nuestro desnudo no nos defiende de esa intemperie llamada mundo).

El otro día monté en cólera al enterarme de que alguien que fue cercano andaba atribuyéndose méritos que no eran suyos delante de todo aquel que le quisiera escuchar. Me dieron ganas de levantar el teléfono y sonrojarle, pero no lo hice. Pensé que debe ser duro carecer de consistencia y tener que ganarse el prestigio con dotes de asaltador de caminos. Alardear de algo suele ser síntoma de falta de solvencia. La consistencia trabaja en silencio, me parece. Y ese tipo frívolo y poco consistente, pero hábil en el manejo de lo ajeno, es como un triunfito triste que tras su momento de gloria efímera se arrastrará por escenarios de casino de pueblo a mucho tirar y si hay empresario que se lo financie.

Termino ya con el ejemplo contrario que es Rosa la de OT. En ese mismo programa, me parece, bordó un soliloquio donde reconocía que el programa le había salvado la vida. Venía a decir que cuando entró era un corcho, una bruta de pueblo sin formación ni rastro de autoestima, y que OT la había pulido y refinado, la había obligado a estructurarse, a enfrentarse a sus complejos, a su cuerpo. “Aún me da miedo volver a mi pueblo porque cuando lo hago empiezo a comer mal y a hablar peor”, creo recordar de dijo.

Me pareció un Triunfo. Su discurso impecable, su humildad serena, la aceptación de su pasado y de sus debilidades. El orgullo sin arrogancia de haber superado tantas limitaciones. La consistencia sincera que no cambia el rumbo de un país pero te enseña que cultivar los adentros se nota por fuera, como bífidus activo.

Lo que me gusta del psiconálisis es la decepción“, dice Comte-Sponville: “Uno dejará de creerse interesante. De ahí una amargura que siempre me ha parecido el gusto mismo de la verdad. Me gusta el psicoanálisis tal vez del mismo modo que me gusta la cerveza, y por las mismas razones: ese gusto de muerte y de lo real. Decepción, pues, y verdad”. 

Las caretas, para Hallowen.