“Me dejó un  martes por la noche. A pesar de que el martes es mi día favorito de la semana. El lunes es un melón verde que aún no ha madurado. Los miércoles y los jueves son un plátano que empieza a estar demasiado maduro. Los viernes y los sábados son una papaya a punto de caer del árbol. El martes, en cambio, es un tomate ligeramente dulce pero que apenas huele. Por eso es mi favorito. Es un día limpio, neutro y firme”.

No estoy de acuerdo con Hiromi Kawakami pero me divierte su recurso frutal descriptivo en “Amores imperfectos” (Acantilado). A mí los martes, tradicionalmente, me han caído fatal. Carecen de la leyenda negra del lunes y se asocian a un refrán viejuno que mezcla barcas y matrimonio (imagino que por el Hades, a saber). La simpleza le viene bien a mis nudos. Los de la espalda, que cuento por docenas, y los de la cabeza, fruto de una negociación con el banco que me ha revuelto como hydra y que compartí por teléfono el viernes en voz alta dentro de un taxi a tráfico limpio.

Los taxis son el espionaje/confesionario de nuestros días. A un cura nunca le hubiera contado que me la han intentado clavar como si fuera una de esas abuelitas que no llegan a leer la letra pequeña ni con anteojos. Al cura hay que hablarle de pecadillos de poca monta, no de iras mastodónticas que despiertan al Mr Hyde que llevas dentro. El cura es para un descosido, nunca para un roto. El taxista, sin embargo, nunca está invitado a tus conversaciones privadas, y sin embargo no se corta cuando cuelgas. Si te has sentado en su taxi/confesionario,  es irrelevante que no lleve alzacuellos ni sotana:

“Mire, yo tengo tres créditos con mi banco. El primero de seis euros, el segundo de 51 y el último de 146. Tuve un descubierto durante cinco días, y al sexto me clavaron 39 euros de intereses de demora por cada crédito. Le aseguro que duermo con Orfidal, y que paso unas noches de angustia que ni con la pastilla. Así que dígame dónde está su banco que yo mismo le llevo el bidón de gasolina“. (Dixit)

(Yo quisiera para mí un día limpio, neutro y firme. Como la japonesa de mi libro. No una cerilla a punto de quemarme las yemas de mis dedos. No un cura sin fe que conduce con un cuelgue de pena sin alivio, también llamada desesperación, que no te cuento, y que me inocula esa droga de nuestro tiempo que es la relatividad. (“Sin duda está mucho peor que yo, y tiene menos armas de defensa”).

Hay que protestar de lunes a domingo, aunque sea el día del señor, si nos aplastan. Lo malo es que te quedas deslomada, pensando que Alí Babá y los suyos se han instalado en una sucursal, y se frotan las manos mientras esperan que llegues para una violación múltiple y de aliento fétido y azufre. Maldita sea su sombra.

¿Por qué, Hiromi Kawakami, olvidaste hablar de los días pomelo, esos que amargan y te dejan jugos reververados en la boca del estómago?. Ardan los comerciales zafios en las llamas de sus timos de media manga, trileros a quienes alguien más arriba les pide que aprieten y ejecuten. ¿Obediencia debida, vicio oculto? Pobre de mi taxista sacerdote, un rostro moreno y esculpido a bofetones. Los ojos huecos de exceso de pastillas. La gratitud urgente e inmediata de quien encuentra a otro que padece lo mismo y le escucha porque sí, y porque tirarse en marcha de un vehículo está mal visto y puede ser peligroso. Y porque es cierto que hablé a un auditorio, hablando para mí misma. Mi soliloquio es plática, que escribió aquel un día…

Hiromi Kawakami

Mi abuela solía encenderse cuando la rabia le rompía las costuras. A veces soy mi abuela, pocas veces por cierto y por fortuna. Pero entiendo que se descompusiera, y se quedara clavada en la butaca después de todos aquellos aspavientos sin saco. Envidio a los mansos, quisiera zaherirlos cuando esperan y acatan. Yo misma he consentido, alguna vez, señoría, era más joven, reconoceré delante de un juez. Pero ya no es así, hace ya mucho tiempo. No creo que la almendra de mi alma se haya endurecido y amargue al masticarla. No puedo tragar el abuso, venga de donde venga; no soy una abuelita a la que el diablo dice “firme, firme” -la hiel en la punta de sus colmillos, venenosa-  y despida con malévolo fulgor y sombras de humo.

Soy fuerte en mi debilidad, señores míos. Tengo recursos, ya verán. Y para la acidez devoro Álmax, repongo jugos, me estiro en la alfombrilla y hago crack. Escucho a Monteverdi y leo a Kawakami. Mañana será lunes, melón verde. Y pienso devorármelo enterito, a la salud de ustedes, tan podridos.