Leo cada mañana en un periódico digital: “¿Qué harías por conocer a Pablo Alborán?” Y cada mañana respondo en voz alta: “NADA”.

Anoche cené con H. Un amigo y gran escritor con quien suelo jugar a las palabras. Él venía satisfecho de la que le regalé en nuestro último encuentro: “Mamporrero”. La había utilizado, me confesó, para criticar a un político en una columna de su diario, El Espectador. “Dame un defecto tuyo con cada letra del alfabeto”, planteamos anoche. Antes, apenas nos habíamos abrazado y tomado asiento en el lounge del Hotel de Las Letras, me puso al día de su estado de ánimo algo torturado por los viajes, esa desazón Lost in Translation. Y enseguida preguntó: “¿Qué hay de tu vida?”.  Le hice un resumen prolijo y terminó regalándome un consejo: “Escribe un libro de 280 páginas sobre algo que te guste mucho”.

Después, Gran Vía arriba, fuimos a cenar con dos desconocidos amigos suyos que esperaban ver a H. con Andrés Trapiello. En su lugar llegué yo, ocupé la silla y atacamos el plato de soldaditos de pavía con buen humor y voraz apetito. Yo era una sustituta de Trapiello, estaba claro, y asumí encantada el rol de un autor al que apenas he frecuentado. Pensé que ese periódico independiente de la mañana debería incluir una llamada: “¿Conoces a Trapiello?” A lo que yo respondería: “Apenas, pero lo suplanto socialmente cuando vienen mis amigos de ultramar”. 

Andrés Trapiello

La cena transcurrió con un monólogo apenas interrumpido por los demás comensales. H. y yo, a un lado de la cancha, bebíamos vino y nos mirábamos de cuando en cuando a los ojos. La crisis, los bancos, los deshaucios, la desesperanza, el ERE del periódico, las traiciones y juegos de poder…saltaban de un lado al otro del mantel. Dos horas después alguien me preguntó:“¿Y tú, qué haces?”.  Me quedé callada unos segundos, descolocada ante aquel brote inesperado de leve curiosidad por la sustituta. Respondí casi en un murmullo que trabajaba en una revista (aunque me quedé con las ganas de decir “soy reponedora de Mercadona, una profesión como otra cualquiera”), y sentí que mi respuesta era muy decepcionante. Detalle comprensible porque una sustituta de Trapiello, imagino,  debería hablar de bibiofilia, parafilia o cualquier otro vicio con barniz cultural y pomposo.

Naturalmente, no hubo más preguntas.

Ya en el taxi, de vuelta a casa, pensé que las personas se dividen en dos clases: las que preguntan y las que no. En el segundo grupo están las que no preguntan porque carecen de curiosidad y las que no lo hacen por miedo a que respondas. Estas últimas se dividen a su vez entre quienes no quieren que respondas porque en su pregunta buscaban una coartada para seguir hablando de sí mismos y los que no preguntan porque tu respuesta puede colocarlos en un suelo de cristales rotos o pinchos de faquir.

También pensé que no me interesan nada las personas que no hacen preguntas porque empiezan y acaban en sí mismas. Y llegando a la puerta de Alcalá, uno de esos lugares que amo recorrer de madrugada, recordé que una vez me desenamoré de un hombre porque carecía de toda curiosidad y apenas me hacía preguntas.

Naturalmente al bordear la Plaza de Toros, cuestioné mi interés personal. Eres una soberbia, nena. Es posible que quien no te hace preguntas no te encuentre en absoluto interesante. Sin duda esa podía ser la explicación. Quiero decir que si mañana mi nombre apareciera en portada de diario digital: ¿Qué harías por conocer a la sustituta de Andrés Trapiello? la respuesta de muchos -y la mía, desde luego- sería: “NADA”.

Hoy, reposados los vinos y los soldados de pavía, he asumido mi derrota social y me dispongo a alquilarme para bodas, bautizos y comuniones. Seré esa mujer vestida con un traje color lavanda que se acerca y hace preguntas a quienes ve descolgados en las mesas. Mamporrera social, diríamos.

Una profesión como otra cualquiera.