A veces la vida es una falsa propiedad transitiva. A quiere a B y B quiere a C, pero A ni siquiera conoce a C.

Mi amiga M. ha roto con su novio aunque aún lo quiere. Ayer nos informó por mail en dos frases escuetas que irradiaban dolor. En el imaginario romántico de mi adolescente y de esas películas casposas con títulos tan elaborados y literarios como “Tengo ganas de ti” (sí, no se ha estrenado aún, pero me permito ser prejuiciosa y tiñosa por adelantado), las parejas nacen, se revuelcan, se pelean, rompen y vuelven para que triunfe esa clase de amor con algodón rosa dulce y pegajoso. En real life  dos que se quieren pueden terminar por caminos separados porque se dan cuenta de que han estado subidos a atracciones distintas desde el principio. Y el uno quería marearse y la otra divertirse, un suponer. O viceversa.

A los cuarenta y algunos el amor tiene a veces un contenido clamorosamente práctico. Uno sabe que es posible que haya vivido el cincuenta por ciento de su existencia y la sensación de finitud, de que un día las bombillas de la fiesta se apagarán, se hace presente. Y entonces revisa sus cajones, revisa a sus amigos y revisa su corazón. Y tira las piezas que ya no sirven aunque indulte -es mi caso, ahora sí- algunas llaves viejas y enigmáticas de una casa que fue o del coche con el que aprendió a tragarse las rotondas.

Y en esa revisión, en el frenesí de elegir y tirar, a veces hay un hombre, o una mujer. Y mi amiga, que no tiene ni ha tenido nunca problema en confesar que sin pareja no se halla, esta vez se ha lanzado al abismo y está tan triste que nos ha despachado en un tuit. No más de 140 caracteres que encierran toda la determinación del mundo. Y toda la pena.

La vida, me temo,  es sobre todo una propiedad reflexiva. Uno siempre es uno, aunque a ratos se empeñe en adaptarse a otro que no es el adecuado. Las matemáticas del sentimiento no las domina ni Stephen Hawking, quien por cierto se las ha ingeniado para enamorar a su enfermera y ser simétricos. Si A quiere a B, B debe querer a A con la misma profundidad, la misma libertad, el mismo afán y parecidos objetivos. Esas son las cuentas que se hace una teórica de la materia que siempre duda en la tabla de multiplicar del 9 y nunca aprendió a hacer derivadas. Mi amiga, que también es de letras, no tiene ánimo ni para sacar la calculadora del cajón. Hoy querría, lo sé, que alguien le sugiriera un plan en Finlandia o más allá, y empezar una nueva vida.

Las leyes del dolor no las estudia la física. Pues debería. Porque ahí fuera hay alguien que se pregunta si ha hecho bien dejando su cuerpo en estado gravitatorio; en esa caída libre y ese vértigo que da rechazar algo seguro -inadecuado, pero seguro- para ir a parar a una órbita desconocida donde uno se las ve con uno mismo. Y volver a poner el contador a cero. Y, pasado un tiempo, como los tripulantes de la Nostromo, salir de la cápsula con energía para vérselas con un Alien, o para liarse con el séptimo pasajero. Como una Ripley casquivana y transitiva. Gloriosamente transitiva.

P.D. A veces A. quiere a B. pero no se atreve. Pasados los cuarenta las matemáticas, ya se sabe, no son exactas y se renuncia a sumar no sea que al final nos reste. Una pena.