Hace días que trato de quedar con mi amigo el Innombrable (él me prohíbe hasta las iniciales, tal es su celo incógnito. En adelante lo llamaremos el artista antes llamado Prince) Ayer, Prince y yo cruzamos varios mails para el propósito que remató él con una frase desaliento: “Pues ya me dirás, yo con horario de madre y tú de Rodríguez”. Estar de Rodríguez, esa expresión casposa y trasnochada,  dispara todas las fantasías del exceso: cenas con hombres irresistibles, cine con amigos sin cargas, noches locas con quien se ponga a tiro y me haga una proposición irrechazable; resaca en miércoles o en jueves.

Pero para mí, estar sin chukis, a solas con Tortu (que según me ve llegar se alborota con una vehemencia impropia de su especie), es no pensar si de camino a casa tengo que comprar algo para la cena. Leer sin sentirme egoísta por no dar conversación a dos hijas que prefieren recluirse en sus cuartos (una por preadolescente, otra por precavernícola). Acostarme a ser posible de día, tal vez con una serie HBO prometedora, poner música a tope y bailar por el salón sin que nadie me llame motivada; cenar mejillones con cerveza aunque no sea jueves. Prescindir de mirar los relojes para ver qué toca. Dejar de ser ejemplo para nadie y ser salvaje. No abrir cuando llamen a la puerta. Comprarme unos zapatos. Y otros más. Entrar por impulso en una ferretería y adquirir escarpias o cualquier otro tesoro innecesario de nombre bello y custodiado en cajitas de cartón. Ponerme todas las cremas de belleza a la vez. Pintarme los labios de rojo aunque no piense salir. Desordenar la estantería según un criterio entrópico irrefutable. Empezar por el dulce y terminar por el salado. Llevar una camiseta indecente sin sujetador. Tirar a la basura viejas lacas de uña. Comprarme flores frescas porque sí.

Dieta de jueves, cualquier día

Diréis, con razón, que todo eso se puede hacer sin debutar Rodríguez, pero mis reservas son mentales. Lo mejor de este estatus de libertad es que puedo hacer lo que imagine sin considerar a nadie. Egoísmo radical. Eso que en un confesionario me costaría tres padres nuestros y dos avemarías, pero que yo conmutaré por tres carreras de 30 minutos a las siete de una mañana de estas en las que decida, salvajemente, a lo Rodríguez, salir en lugar de quedarme a escribir mis pensamientos.

Soy libre y, en todo caso, debería protegerme de mí misma. De mi silencio hermético cuando toco sofá y me aletargo mirando fijamente por la ventana el alfeízar del vecino. De mi sensación de estar de vacaciones cuando aún me quedan unos metros para meta. De mi alegría porque los arañazos del invierno no tocaron el hueso. Del deseo que no se va a cumplir, pero que no me inquieta y sin embargo… De mirarme al espejo y saber que hace rato que necesito a mi María con sus tijeras y su alivio urgente de palabras mientras veo caer, a cámara lenta, los mechones de rubio sin nostalgia.

Mi querido Prince, mi agenda es tuya. Si coincidimos ambos, que lo dudo. Perdóname por ser tan remolona, por liarme con cierres y urgencias sin urgencia. Sigue haciendo de madre como el buen padre que eres y felicita de mi parte a esa mujer que te obliga a asumir tu cuota de entrega y de ternura. Yo voy a seguir disfrutando de esta libertad condicional, con tu permiso. Nos vemos en los bares, en el cine, en un concierto. Fuera de esta casa vacía, fortaleza,  donde nadie me habla ni me pide ni espera que rellene la despensa ni que ponga la mesa comme il fault. Como una Rodríguez de manual. Aunque aún el manual no se haya  escrito…