En caso de accidente nuclear no sólo sobrevivirán las cucarachas, como se ha dicho siempre. También los potos de mi casa.

Diario postvacacional: Después de tres semanas sin riego, mis plantas han sobrevivido milagrosamente, aunque la tierra está dura como el corazón de Epulón (ver Biblia). Me doy cuenta de que con el paso de los años dejé de comprar macetas con flores caducas y cualquier brote perenne que no resistiera un verano seco y despiadado. Así que mi salón es un jardín de potos, uniforme y aburrido como una serenata de flauta colegial, aunque están acompañados por un tronco de Brasil hipertrófico que me regalaron cuando nació mi ado y que ha crecido más que ella pero -a diferencia de mi hija- no protesta cuando le doy órdenes precisas.

Prueba de agudeza visual ¿Cuántos potos hay?

Después de 40 horas sin hablar porque no hay interlocutores disponibles en el puente de agosto, he llegado a conclusiones tan excitantes como esta de las plantas, y he procedido a ahogarlas (literalmente) con mi jarra de Hanbel de precioso cristal, junco y plata.  Pieza que compré en el mercadillo de la firma vasca una tarde en la que decidí que ya tenía edad para cierto menaje de señora competente. Aún así, sigo sin bajoplatos y mi cubertería no admite más invitados que los íntimos que me aceptan como soy, casual-chic?  a mucho tirar. A mí y a mis potos.

(Inundar a tus plantas tras un verano de secano debe ser como obligar a tomarse un cocido completo a alguien que acaba de salir del quirófano).

Luego, en mi silencio cartujo, he pensado cosas muy prácticas, como que debería apuntarme a un club de atletismo para sudar en grupo una vez por semana. Que debo publicar right now mi anuncio de “busco chófer cariñoso que me traiga y me lleve” y darle llave para cuando queme la comida en día festivo (tengo un candidato fetén, pero me ha pedido que espere 8 años).  Además he pensado que tras mi shopping de ayer ya no me caben más zapatos en casa. Y la culpa de todo este dispendio la tiene que no hay nadie en Madrid, salvo las ancianitas de mi barrio…

Jackson Pollock

Y María, mi peluquera marroquí, que ayer me abrazó entre sus pechos generosos y me llamó cariño sin parar, antes de lanzarse con determinación sobre mi pelo y envolverlo en decenas de papelitos de plata. Y esperando estaba que subiera mi rubio natural cuando me acordé, en pánico, de que no sólo había ahogado a mis plantas sino que había dejado la olla a presión sin apagar la vitro dos horas atrás,  y que posiblemente aquello estaba a punto de estallar y se convertiría en un Jackson Pollock en el techo de mi cocina justo antes de que entraran los cuerpos y fuerzas de seguridad, alertados por la explosión.

Y como es agosto, no tenía a quién llamar, porque todos los guardianes de mis llaves están en la playa, ociosos y diletantes. Así que intenté contactar con mi vicepresidente (os recuerdo que soy la presidenta de mi comunidad de vecinos, aunque no sea capaz ni de cuidar unas plantas). El Vice me dijo que estaba out of service. Luego mandé wasap a Vlad, el portero. Y viendo que ningún superhéroe me salvaría de la catástrofe, pedí a María que me pusiera un trapo en la cabeza y salí a la calle con los papelitos de plata en todo su esplendor, y las gafas de sol caladas para evitar ser reconocida. Pensé en las actrices de Hollywood que saca el Cuore con esas mismas pintas, pero sentirme Jennifer López no me alivió ni un poquito.

Naturalmente, en la calle desierta aparecieron tres o cuatro seres humanos como por ensalmo, y juraría que me miraban raro. Pero yo tenía una misión superior que cumplir y fingí que no era yo, que es lo que procede en estos casos.

Diario de domingo: Soy rubia (natural), la olla no estalló, los potos siguen verdes y no tengo a nadie con quien hablar cara a cara porque es una vulgaridad empezar a trabajar mañana y debo ser la única en kilómetros a la redonda. Casi tanto como no disponer de bajoplatos. Tara que pienso resolver a la de ya, como lo del chófer y lo de la cocina arty.