La artista antes llamada Minichuki
 P { margin-bottom: 0.21cm;Y entonces mi hija -la artista antes
llamada Minichuki- se ha enganchado a un libro como podía haberse
enganchado a un grupo pop o a un buda de provincias. Con
desesperación, con hambre, con obcecada militancia. Y es en la
estación de tren, y es en el AVE, y luego en la grisura ruidosa del
andén del cercanías, y es en la terraza de su abuela, -que la
alojará dos semanas, como cada verano- y en la pared irregular y
tortuosa de nuestra primera playa del Sur. Y es en el chiringuito de
estío donde mi hermana, mi cuñado y yo nos apretamos el primer cubo
de botellines -gozoso, todos nuestros dientes al descubierto, como un
bautismo iniciático de lo que vendrá
. Y ella, que se ha pedido un
Nestea, nos dice que allí “hace mucho ruido”, se coge una silla
plegable y se aleja hasta la orilla, donde se clavará en la lectura
hasta que nosotros apuremos la cerveza. Y seguirá después,
avariciosa. Y no podría sentirme más feliz, y a hurtadillas le hago fotos de sus momentazos lectores.
Todo llega cuando toca, podría
decirse. Y es inútil jalear las prisas, y pretender que las ciruelas
caigan del árbol meneando violentamente las ramas. Yo misma he
necesitado seis años para asesinar al doktor Menguele. Atrapada en
sus manos, he dejado que el miedo domesticara mi carácter hasta
convertirme en una abuelita dócil sin capacidad de plantar cara y
exigir respuestas, eso tan fácil con lo que encima me gano la vida.

Menguele y mis ojos agotados, invadidos de carcoma amenazante.
Menguele y su cara de temor clavándose en la mía. Menguele y su silencio.
Menguele y su láser del demonio. Los picotazos de gallina en mis
córneas asustadas. El olor pestilente de su aliento, sus hombros
encogidos ante mi interrogante. Su cobardía cerval, mi miedo con
censura.
Reencuentro fugar con Lord Byron
Todo llega cuando llega, a veces a
empellones, como los toros de esos San Fermines cuyos encierros seguí día a día, en un nuevo ritual electrizante de verano
perezoso y cargado de certezas inesperadas. Se acabó el desasosiego.
Tiempo de cosecha y genuflexiones al viento. Escapada terapéutica a
mi Asturias, dormida enredadera bajo un edredón, como dios manda.
Playas frías con misteriosos conciliábulos de gaviotas.
Chiringuitos sin gente. Verdinas con marisco.
Reencuentro con amigos. La tregua que te trae
el oleaje de una playa, cualquier playa, que te limpia el óxido de
todas tus arterias. Saberte acompañada, sostenida, en un vaivén que
no es un equilibrio precario, no lo es. Porque todo llega cuando
toca, en el preciso instante en que uno puede recibirlo y peinarle el
pelo, acomodarse a su paso largo, elegante y flexible. Abrillantar las suelas, exterderle la crema por la espalda. Que
no lo asfixie el Sol, que no se agriete. Sentirse tan Norte hasta en
el Sur. Saturarse de luz para la vuelta al flexo y a la mesa, a la rutina y su arterosclerosis galopante.
En la mesa de mi madre ya encontré mi
esquina, el lugar que me acoge. Lo que es la Vuelta. Sus rosquillas caseras en el
armario, las reñidas partidas de Scrabble en la terraza. El paseo a la cala con
mi hermana, poniéndonos al día.
Y el libro de mi hija en el sofá, dormitando la tregua necesaria, en el mismo lugar
donde anoche las tres generaciones nos tragamos una comedia muy boba y muy romántica. Y
a la cama bien juntas, la Artista antes llamada Minichuki y yo.
-Mamá, no quiero que se acabe nunca
este libro.
-¿Te imaginas que le fueran creciendo
páginas según tu avanzaras?
-¡Sería genial!
-La historia interminable. Esa que se
ha contado.
-Buenas noches, mamá. Vente más
cerca.
-Hasta mañana, chitina. No me cogas el
pie, que no me duermo.
(Hoy siguen los rituales. Escritura y
carrera con baño por la playa. Paseo con hermana, lectura
concentrada de mi libro, yo también enganchada…A su debido tiempo, como todo en verano y
en invierno)