De todos los hombres con aspecto de mamarracho que en el mundo han sido, mi favorito es Rod Steward.

No me gustan los peliteñidos, ni en general los rockeros de caderas estrechas y pitillo marcón, vaya por delante, pero Rod era, es, otra cosa. Un tipo con una voz arenosa y distinta de todas las que mis oídos habían registrado cuando invadió mi mundo de Los Payasos de la tele y Los Chiripitiflaúticos con aquel Do you thing I´m sexy? que quemábamos en las pistas del salón de casa, en 1978 (la canción, compruebo hoy, formaba parte de un álbum titulado Blondes have more fun, y hoy pienso que lo de las mechas, las mías, pudo tener ese origen).

Rod, a mis once años, era un transgresor con un muchas inflexiones de ternura. Un hombre de esos que nunca te dejaría llevar tu padre a casa. Un espíritu escurridizo bajo una piel hecha a base de humo y madrugadas.

Anoche, después de cenar con mi amiga L. en un coqueto café cerca del museo del Prado, volví a casa con mi Rod a tope, decibélica perdida y sin ganas de llegar a mi destino. Ese rubio falso que alimentó mis fantasías me cantaba baladas al oído mientras el camión de la basura recorría las calles de una ciudad aún huérfana de ruidos por las vacaciones. Hacía calor, mucho calor, pero ni Rod ni yo parecíamos notarlo. Y Madrid lucía bella, despoblada y pálida.

“Mi favorita es la vista desde la Puerta de Alcalá”, me dijo L. Y yo le confesé que nada me excita más que volver a casa tarde, muy tarde, atravesando la Gran Vía, en sentido contrario a la perspectiva Antonio López. Mejor al volante (aunque esto me convierte en un Enola Gay de corto recorrido, porque mi visión nocturna deja mucho que desear). Y preferiblemente con mi Rod Steward desgañitándose mientras una puta cruza el semáforo desganada y un grupo de guiris borrachos se desparrama aquí o allá antes de recoger sus pedazos en una pensión de mala muerte.

Amo Madrid y a veces la odio. Pero siempre que la recorro de noche me reconcilio con su áspera grisura, con sus mercurios de agosto, asfixiantes, con su envidia de mar. Y entonces quiero que el tiempo se detenga en una glorieta, la de Alonso Martínez, y quedarme dando vueltas con asombro de extranjera que descubre por primera vez la belleza bajo una cornisa o la llamada de un café sin el chic del parisino, más salvaje, menos design…

P.D. Debo confesar que no siempre le he sido fiel a Rod Steward. Pasaron muchos años hasta que volví a comprar un disco suyo, esta vez una casette, en mi viaje de novios. Lo escuché una y otra vez, hasta que se rompió. Mi matrimonio también se rompió, pero nunca he vuelto a abandonar a mi rubio de bote de voz cascada. Es la esencia misma de las vueltas a casa. Sola, fané y descangallada.