Madelman

El otro día me encontré en la calle con el ex novio de mi hermana. Un hombre guapo y de porte militar, mandíbula cuadrada y andares apresurados. El perfecto molde para fabricar un Madelman, ese muñequito vestido de caqui con tanques y metralletas por accesorios con el que jugaban mis hermanos de pequeños, cuando la corrección política aún no se había instalado en la infancia.

Un Madelman era lo más parecido al hombre ideal. Así que para apartarnos de la tentación a las chicas nos regalaban muñecas o bolsos, algo que yo detestaba. Al final, mi rebeldía contra el sistema se sustanciaba en que yo subía a mi Nancy al tanque de mis hermanos en un intento desesperado de instaurar la paridad en casa.

El caso, digo, es que me encontré con Mr. Madelman y nos dimos un beso que yo arranqué entusiasmada y se apagó enseguida, al comprobar que él enfriaba mi ímpetu plantándome a distancia su mandíbula de titanio. Iba vestido como un broker de película, las gafas sin montura, la camisa perfecta y replanchada, el pelo inmóvil y domesticado por una raya hecha con tiralíneas y un maletín de piel que parecía cargado de planos para petarlo en Wall Street y hacer estallar las cotizaciones del Down Jones en un plisplás.

Era, treinta años después, la viva imagen del hombre de éxito. Guapo, guapérrimo. Pero inexpresivo.

Empezamos a hablar, o más bien empezó él porque estaba claro que yo y mis circunstancias no le interesábamos demasiado, pese a que tiempo atrás me apreciaba de corazón, me consta, y solía hacerme bromas ácidas que yo aplaudía confiada en sus buenas intenciones.

-¿Qué tal te va la vida?, pregunté.
-Muy bien, viajo todo el rato porque abrí una consultoría con otro y ya somos doscientos, lo que nos convierte en considerables, si no grandes.
-¡Enhorabuena! ¿Y tienes hijos?
-Tengo tres, pero no los veo mucho porque hago al menos un viaje trasatlántico a la semana, ya sabes, y los fines de semana doy clases en una universidad privada desde hace cuatro años.
-Ah, ya veo…¿Y no te estresa tanto trajín laboral?
-Aunque suene mal, para el trabajo es ocio.

Madelman se había convertido en un mamarracho. En la caricatura del triunfador desalmado que cifra su éxito en puntos acumulados en su tarjeta oro de Iberia y la Alianza One World. En carne de vestíbulo de la T-4 que lee el periódico con fruición mientras cuenta los minutos para embarcarse en el avión que da sentido a su existencia.

Me acordé de él treinta años atrás. Creo que quise aferrarme a su recuerdo para no dejarme llevar por la tristeza del encuentro. Lo imaginé en el patio del colegio donde M. y él se dieron la mano, y luego unos besos a escondidas. El mismo patio donde hoy juegan mis chukis al fútbol y al baloncesto. Me acordé de un viaje a París que hicimos mi noviete de entonces, mi hermana, Madelman y yo asegurando a nuestros padres que dormiríamos separados por sexos. Era la primera vez que viajábamos en pareja, y a la vuelta Mr Madelman la cagó cuando, en un ataque súbito de verborrea, le explicó a mi madre cómo era de cutre su habitación de hotel, y remató la frase con un: ¿verdad, M.?, mirando a mi hermana, que quería desintegrarse allí mismo.

Ellos dos fueron novios unos cuantos años, pero mi hermana, el ser más alegre y luminoso que pueda nadie imaginar, terminó plantándolo un buen día, harta de su sentimiento trágico de la vida. Madelman era, ya a los 17, un tipo atormentado, el clásico personaje que jamás se siente satisfecho con la vida y trata de contagiar ese sentimiento a quienes le rodean para que la tiniebla compartida sea menos.

Así que esta historia terminó bien, me dije después de despedirme del triunfador de pacotilla, que me pasó por las narices su abultado maletín antes de darme otro beso de refilón y dirigirse  a la puerta de embarque de su oscuridad modelo índice Nikkei. Y digo que acaba bien porque mi hermana poco después se enamoró del hombre más divertido y entusiasta que cabe imaginar. Un hermano al que adoro como si fuera de mi sangre, entre otras cosas porque la hace muy feliz. Un señor que merece un tanque con flores para darse un paseíllo militar cuando sale del trabajo y se dirige a su casa para disfrutar de su familia. Y luego se pone las mallas de ciclista y pedalea 60 kilómetros. Y no tiene maletín de cuero, ni falta que le hace.

A veces uno encuentra la pareja que necesita. Esa que le da aire pero también la certeza de que la vida es mucho mejor a su lado. Hay quien tiene buen ojo, como mi hermana, y lo detecta al vuelo y se pasa 25 años con el mismo hombre, tan contenta como el primer día. Otros, me temo que la mayoría, necesitamos un entrenamiento muy largo a base de prueba y error. Y en el camino aprendemos, al menos, a detectar a los Madelman que no nos convenían. Con la oculta esperanza de que un día aparezca Geyperman. La versión evolucionada que mató al Madelman de entonces y que ya no necesita un tanque para conquistarnos. Ni un maletín. Ni un discurso de éxito enlatado y convencional, sino la promesa de eso tan cursi y tan vago que llamamos ser felices y comer perdices.

PD. Este post va dedicado a mi hermana, por ser tan lista en su elección, y a mi cuñado por quererla y por querernos tanto y tan seguido.