Mi querida Big-Bang:

Los días de fiesta a las familias de ciudad les da por salir en familia. Si el padre se pone el chándal, échate a temblar. Pero si la madre va a conjunto, tómate la cicuta. La familia que va de sport unida, permanece unida. En casa puede que se tiren lq olla exprés a la cabeza, pero una vez que cruzan el umbral del portal, todos en chándal, son una fuerza indestructible. Un arma letal encabezado indefectiblemente por un niño que se llama Cristian (el Cristian) y se dirige a sus progenitores como mama y papa (léase mámaaaaa y páaaaaapa)

Lo que la lycra ha unido, que no lo separe el hombre,podría decirse. En casa el uniforme de paño siempre tuvo mucho predicamento. En los setenta, tal día como el de la Hispanidad, mi padre nos llevaba a ver el desfile de las Fuerzas Armadas o, aún peor, lo ponía en la tele a todo trapo y nos llamaba al grito de “ar”. Tanta corneta, tanta bota bruñida y tanta testosterona al ritmo del paso de la oca nos ponía locos y ese día no se discutía en casa. Éramos una familia de uniforme que rozaba el paroxismo cuando salía la cabra con el himno de la legión. Y mi padre, directamente, levitaba, sientiéndose el comandante en jefe de aquella familia española que no necesitaba el chándal ni la bendición de alimentos a la mesa para fardar de grupo cohesionado.

Con esa tara y la Zarzuela a tope los domingos he tenido que vivir, y aquí me tienes. La buena noticia es que no frecuento el chándal, pero aún me salta un resorte cuando me sobrevuela un caza o suenan los acordes de don Hilarión. Me costó años, lo sabes, cambiar “Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid” por el desgarro de Violeta en “Ámame Alfredooooo”, pero al fin lo he conseguido. Y juro que no volveré a cuadrarme ante las tropas de asalto aunque mi padre se empeñe. Antes, fíjate tú, me pongo en chándal para ir al supermercado.