Lo importante de que te reconozcan un derecho es que ya no tienes que rebelarte contra nadie ni tratar desesperadamente de ejercerlo aunque en realidad y sin oposición de nadie jamás lo harías.

No creo que los gays vayan en oleadas a casarse sólo porque ahora el Supremo haya reconocido que un matrimonio es la unión de dos que se aman, no de un hombre y una mujer (que sí, a priori se aman pero a menudo se ignoran, se toleran o directamente se detestan) Sin embargo ayer era emocionante contemplar a esas parejas cogidas de la mano celebrando que ya nadie va a interponerse en su camino hacia el reconocimiento social que supone algo tan íntimo como amarse y rubricarlo frente a un juez.

Que el Estado intervenga sobre los sentimientos debería soliviantarnos tanto como que dicte sentencias de muerte (no creas, Obama, que porque seas un romántico liberal te perdono lo de los drones y la silla eléctrica, lo de las armas para todos, lo del intervencionismo en nombre de la libertad mundial). El amor y la muerte dependen de un papel que firma alguien con la venia de todos los que ganaron unas elecciones. Me pregunto si alguna vez regularán nuestro apetito, las dietas de literatura o a quién debemos invitar a nuestra casa los viernes por la noche.

Love is love. Podría ser un título de canción de los Beatles. Un axioma. El final de una discusión errática que ya no te lleva a ninguna parte. Pero que lo diga el Presidente de los Estados Unidos suena a música celestial, y no me imagino a Rajoy haciéndole los coros. Ni a la señora esa de “las peras son peras y las manzanas, manzanas”. La intolerancia del idiota consiste en denegar al otro la capacidad de sentir (como si esto fuera posible),  y convertir su sentimiento en una anomalía, una tara genética o, directamente una perversión.

Hay gays que se aman y gays que se hieren, faltaría más. Mis hijas, sin embargo, tienen una visión unívoca del amor gay. La de nuestros amigos J. y P., una de las parejas más sólidas de cuantas nos rodean. No, no se han casado ni falta que les hace, pero llevan tres lustros queriéndose sin más papeles que las listas que P., maniático hasta el paroxismo, pega en la puerta los fines de semana con las citas y planes para que J., más caótico, se centre y se apunte a lo que quiera. Si quiere.

Hace unas semanas Minichuki me contó que un niño de la clase había tratado de insultar a otro llamándole “maricón”. Mi hija se dio la vuelta y respondió: “Maricón no es un insulto. Mis amigos J. y P. lo son y molan mucho”. A mi hija le habían bastado unos días de convivencia con ellos el pasado verano para entender el recital de alegría y delicadeza de esa pareja gay que iluminó nuestra pradera astur con sus guisos humeantes y su dialéctica inteligente mientras caía la noche y proyectábamos entre todos el día después.

Love is love, y si los poderosos gobernantes quisieran hacer las cosas bien, hasta el final, intervendrían en las bodas de todos, incluidos los heterosexuales. Muchos no nos habríamos podido casar por defecto de fondo cuando un día dimos el sí quiero y rompimos una promesa años después. Sin duda deberían habernos puesto en una lista de sospechosos habituales, incapacitados para el matrimonio, esa institución que es una losa un poco más ligera desde que los jueces de Obama han dictado sus sentencia.

Enhorabuena a todos los gays porque ya son un poco más libres para decidir. Enhorabuena a todos los heteros, porque estar en igualdad siempre fue una fortaleza, no la pérdida de una atalaya que encima no conquistamos, sino que nos fue dada en herencia. El amor es el amor. Quien lo tuvo sabe que debe luchar hasta el final para conservarlo. Y si encima viene acompañado del disfrute de unos derechos que nadie debería haber cercenado jamás, debemos bailar hasta el amanecer.

“Cuando todos los americanos son tratados por igual, sin importar
quiénes son o a quién aman, todos somos más libres”. Obama.