Mesa verde ¿esmeralda?

Huele fuerte a pintura tras mi obra maestra de ayer. Habemus mesa verde, y ahora debo acomodar el conjunto. Lo de coger la brocha altera todo el sistema estético del salón. Es como mover una pieza del dominó. Pero ayer no pensaba en ello mientras sudaba y me contorsionaba en plena hora de la siesta para llegar a cada rincón del entramado de hierros de una mesa que tiene historia porque me la hizo un herrero en Málaga y SEUR tuvo que pagarla enterita dado que la trajo llena de rayones.

El verde elegido podría decirse que es entre esmeralda y verde plomo. Lo elegí en el minusculo rectángulo que muestra la pantonera, ese block fascinante de colores que nunca se parecen al resultado final. Pero esta vez el resultado es mejor que la muestra y las chukis están fascinadas. Incluso mi madre sólo ha sugerido que la envejeciera con un trapo, a lo que respondí con un NO tan contundente que ya no dijo más (bueno, sí, volvió a decir que debía envejecerla, y lo siguiente será comentar que la llenamos de porquerías y así no luce).

Pero ayer fui tan feliz pintando que puedo asumir ese y otros comentarios que encierren en sí mismo cierto reproche. El trabajo físico y concentrado es terapéutico, aunque en el camino dejes de darle la merienda a tus hijas y postpongas la dura tarea de forrar los libros del colegio o marcar el jersey que siempre le roban a principio de curso, para darte a cambio uno de “objetos perdidos” (objetos afanados) bien tiñoso y con los puntos sueltos. Lo que me hace pensar que con el sobrante de pintura esmeralda bien podría poner el nombre de MInichuki y a ver quién tiene huevos de mangárselo.

Poner nombre a las cosas te lleva al territorio de la infancia. Un día dejas de hacerlo porque es de pequeños. En mi caso, aún lo pongo en los libros, porque bien es sabido que cuando los prestas nunca vuelven; o porque me produce cierto placer abrir la tapa y encontrar la fecha en la que llegó a mis manos, o ciertos leves cambios en mi ortografía que habría que hacérmelos mirar.

Cierto novio de los tiempos de la universidad solía regalarme libros con larguísimas dedicatorias. A mí me daba vergüenza que alguien de la familia pudiera leerlas, así que grapaba las primeras páginas sin darme cuenta de que eso lo convertía en un foco inevitable de curiosidad. De vez en cuando aún me encuentro uno de ellos –“El amor en los tiempos del cólera”– y vuelvo a leer la dedicatoria entre las grapas, y me parece que un libro sin un texto de quien lo regala es un regalo aséptico y carente de cariño.

Marcar es entregar una parte de tus huellas dactilares, de tu estado de ánimo del momento; Es coger el rodillo en una tarde calorosa de domingo y emprenderla contra una mesa como si no hubiera más misión en la vida. Y después, con el cuerpo  dolorido y la sensación de victoria, sentarte a contemplar la obra y poner tu firma por detrás, como en los libros, como en el jersey que hoy estrena Minichuki, una talla más que el año pasado, una menos que el próximo.

Feliz lunes verde esmeralda.

PD. “El amor en los tiempos del cólera” siempre me ha parecido una historia de amor triste. Un desencuentro largo como la vida que termina en revolcón a bordo de un barco, a esas edades donde la piel cae flácida pero los sentimientos siguen por todo lo alto. “El amor desencontrado flota sobre el río y se lo lleva la corriente”. Debo ponerle a alguien esta dedicatoria en la contra de algún libro…