Sostiene V. que los ricos mueren de otra manera. Y aporta pruebas con nombre y apelidos: accidentes de avioneta, sobredosis con drogas de alto diseño, infartos en el jacuzzi, despistes en el Everest…

En realidad, de las muertes de la clase media y baja  apenas nos enteramos. Salvo que sean truculentas, en cuyo caso pasan a la sección de “sucesos”, esa que ya no se llama así.

Los ricos, cuando mueren, salen en el HOLA o en “sociedad”.

O sea, que hay muertos sociales y muertos sucedidos, precipitados.

Y luego está eso de morir “de causa natural”. Mi abuela lo llamaba “que se te olvide respirar”. A ella se le olvidó un día de primavera y la enterramos en su pueblo con una lápida que llevaba su nickname “M. de Casa Marco”. La idea fue de mi padre, y todos aplaudimos.

El muerto más bello que se me ocurre fue John-John Kennedy. Su avión se precipitó cuando iba a una boda acompañado de su exquisita esposa. Luego se publicaron reportajes sobre la drogadicción de esta y el estado precario de un matrimonio de diseño que alfombró las portadas de las revistas con esa languidez tan de rico moderadamente aburrido de sus Martinis con aceituna.

Lo mejor de morirte sin una gesta que llevarte a la tumba es que con suerte tus hijos y nietos descubran en el fondo de un cajón tu verdadera historia. Esa que te has empleado a fondo en ocultar toda la vida. Y salvo que los del más allá estén pendientes de los vivos, el hallazgo no sonroja más que al que lo encuentra.

El muerto al hoyo.

John-John Kenney y su mujer

Mi abuela murió rodeada de secretos que custodiaba en la mesilla donde escondía la revista Interviú, lejos del alcance voraz de sus nietos. Murió en la cama de un hospital donde veía visiones funestas.

La enterramos una mañana de primavera, en su pueblo pirenaico. Con su nickname.

Su mesilla aún alberga secretos que no nos hemos atrevido a levantar. Porque una vez que abres una tumba, ya no hay marcha atrás y tienes que mirar hasta el fondo.