-El último te quiero lo dije yo y no obtuve respuesta.
-Ah, ¿pero era una pregunta?

A veces uno, en su duermevela cotidiano, imagina un diálogo completo y no para hasta atribuírselo a un personaje. Una vez que lo vomita, retoma el sueño. O no. Creo recordar que hace tiempo hablé con R. de esas preguntas presuntamente inocentes que uno hace para poner a prueba al otro. A veces sin querer. Y que en un momento dado dije algo así como “no deberíamos preguntar aquello que no sabríamos o estaríamos dispuestos a responder“.

Pero sucede todo el rato.

Una pareja solvente decide dejar de hablar gratis. Decide además dejar de decir cualquier cosa que pueda molestar al otro. Decide que evitará las trampas, las chinchetas en el alfalto y toda insinuación que persiga obtener una respuesta concreta, comprometerlo. Decide también que se ahorrará los diálogos de intendencia por insípidos, las citas de autor mediocre por vanas y las promesas de amor por volátiles. Decide que dejará de proponer al otro cualquier cosa que éste pudiera rechazar. Una semana después se instala el silencio.  Y ahí arranca el relato. Con dos personajes anodinos, un hijo con fracaso escolar, un gato siamés castrado, un lavavajillas nuevo y sendas mesillas pulcramente desordenadas. Dos seres que se aman, o eso creen y han dado por sentado.  Razonablemente satisfechos de la vida. Llenos de hiatos, de facturas por pagar y con sus rutinas bien consolidadas a punto de derrumbarse y arrastrarlos con ellas como fango.

Ayer supe de una mujer cuyo ex novio,  que tiempo atrás le había propuesto los cuernos con una cajera del supermercado,  la llamó para proponerle hacer un trío con su actual esposa, de profesión desconocida.  Quise saber cómo se había formulado la pregunta. Cómo una pareja que ha dejado de hablar durante años tras una ruptura estrepitosa retoma la conversación con una proposición tan peregrina. La mujer es mi amiga. El tipo ya era despreciable entonces. Y la cajera, a quien no tuve el gusto de conocer, bastante tenía con un trabajo de nueve a nueve y la mano ávida del reponedor rondando sus caderas al cierre de la jornada. De modo que ese hombre oscuro que la sonreía al tenderle el billete era la promesa de una conversación como dios manda. Aunque fuera entre las sábanas. Un polvo apresurado. Eres mi diosa. Y puede que un te quiero falso como la protesis de un cojo.

(Pero de escribir esta historia, lo sé, debería eliminar cualquier apriorismo moral. Contemplar esa conversación desde una distancia prudencial, aséptica y protegida de salpicaduras de fuidos. Fingir que es habitual que alguien que te pone los cuernos y te humilla vuelva a ti para proponerte un polvo a tres bandas con su mujer. Y despojarla de reacciones airadas. Como si un menage a trois fuera lo mismo que un paseo por el campo).  

Los mejores diálogos de amor no son románticos, me temo. Los mejores diálogos de desamor son desapasionados y correosos como chupar una cuerda.  Los mejores piropos suelen ser de índole metafísica. “No te perdonaría que no fueras muy contradictora” es el último que he guardado en mi caja de las siete llaves para rescatarlo cuando ande escasa de fe y sienta la tentación de un diálogo convencional de cajera de supermercado agotada tras un día interminable de ofertas del día y clientes groseros que pagan y piden un servicio completo. Un final feliz sin compromiso y sin palabras.

(Nota final: No tengo nada contra las cajeras del supermercado. Heroínas de real life. Salvo cuando contribuyen a incordiar con sus caderas el sueño frágil de mis amigas)