A Edvard Munch le dolían las mujeres.

“La pausa en que el mundo
entero se detiene en su órbita/ Tu rostro encarna toda la belleza del
mundo/ Tus labios, carmesíes como fruta en la sazón, se entreabren como
en un gesto de dolor/ La sonrisa de un cadáver/ Ahora la vida y la
muerte se dan la mano/”. Escribió un día.

Trágica y perturbadora. Así es la Mujer para este hombre que perdió a su madre a los cinco años y a su hermana más querida algo después. Un hombre devorado por los celos, por la neurastesia, por el alcohol. Un despojo humano que encuentra en su mugre vital el impulso creativo.

Conviene no perderse la exposición “Arquetipos” del Thyssen dedicada a Edvard Munch.  A riesgo de sentir intensamente. Ayer a mediodía el eco se apoderaba de las salas, mis tacones como la caballería rusticana, pudor y asombro. ¿Qué le pasó a este hombre con las mujeres? La infiel, la enferma, la vampira. El pintor noruego nacido en Oslo cuando la ciudad se llamaba Cristiania, qué belleza, las pinta como si le hubieran apuñalado muchas veces y retorcido la daga por las tripas. 

Munch Autorretrato

Amor, odio, deseo, erotismo, melancolía. Muerte. ¿Qué te hicimos, bello Munch? Tu apostura marcial, ese cabello bien poblado, mandíbula vigorosa, natiz recta. Tanta obstinación al empuñar las armas del óleo y el pincel.

Siempre me provoca curiosidad la relación de los hombres con sus madres. La primera mujer es una larga sombra que no se oculta nunca, como esas pinturas crepusculares de Munch. El instante en que el día desfallece y la oscuridad se desliza como un fantasma bajo la puerta. Pura muerte. Los hombres bien queridos quieren bien, pensé una vez.  Los hombres vapuleados por la madre enferman para siempre, irremediablemente.  

(Las heridas de madre siempre sangran, pensé un día. Pero no lo dibujé, me cuuesta más el trazo que el exabrupto). 

Están esos hombres enmadrados -vade retro- que te dirán lo hermosa mujer que era su madre, sin saber que su migraña es una mano de hierro apretando sus sesos para siempre. Y peor si la madre está muerta. Batirse con un fantasma es un desvelo. A una madre muerta y mal curada  ya no hay quien la mate

Hombres hechos y derechos que aún no se explican a la mujer violenta. Y buscan niñas de pareja, que no maten aunque en sus juegos crueles destrocen las esquinas frágiles del corazón. Vampiras que inoculan un veneno y no se van aunque se vayan. Dejando a sus víctimas muertos en vida. Condenados a jugar a las muñecas en una habitación que huele a cerrado. A zotal. A trementina.
 

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Y esos otros que ves que fueron bien queridos.  Abrazados. Que les respetaron su silencio, las horas de sol y los secretos. Mujeres luminosas, no perfectas. Que acunaron mentes limpias y menos vulerables. Un lugar refugio para las tormentas. Benditos sean.

Parece que Munch asumió su derrota y la hizo virtud. La manida mente enferma del creador, pero urdió su venganza: sus mujeres serían locas desnudas o con los pies fríos, que no llegan al suelo. Infieles, levemente procaces, tentadoras.

Ibsen, fascinado de Munch, tuvo a bien escribir “Cuando los muertos despertemos”. Los nazis retiraron sus pinturas un buen día por considerarlas degeneradas. Y Edvard Munch murió solo, completamente solo, un año antes del final de la Segunda Guerra Mundial. Enfermo de cruel melancolía.

Enfermo de mujer. Tanto dolor.