“No hay nada como vomitar con alguien para llegar a ser viejos amigos”

A Sylvia Plath la quise antes de quererla. Antes de conocer los pormenores de su suicidio aparatoso. Antes de entender que su marido se había quedado en el infierno tejiendo versos como chalecos antibalas. Antes de Sylvia Plath.

Pero no había leído “La campana de cristal” y ayer en la Feria del Libro se me apareció, en humilde edición de bolsillo, y entendí que era una señal. Luego el guapo de La Buena Vida me preguntó qué había leído de entre su mostrador de delicatessen y me puse como alumna redicha a recitar mis must de los últimos meses -esta me la sé, esta me la sé- y él me guió hasta Edna O´Brien.

-¿Se ha suicidado? (pregunté)
-No, por el momento.
-OK, me lo llevo.

Entonces tuve una conversación sobre el oficio de escritor. Un escritor es un individuo incómodo. Alguien a quien le pica, le duele, le solivianta, le estorba. Un lobo solitario que se une a diferentes manadas para extraerles la sangre, las trazas, las palabras. “Nunca he sido gregaria, me gusta la soledad como a Shrek rebozarse en la ciénaga, pero necesito a la gente para compadecer y compadecerme, para entender y entenderme, para preguntarme cosas, para bailar un paso a dos…” Y luego el sol me quemó la punta de la nariz.

Había en las casetas autores como monos enjaulados. Y gente haciendo cola para conseguir la firma de algunos que arrastran fama y perpetran libros sin respeto ni talento. Una parejita, él y ella, con camisetas marconas y cara de “somos famosetes serie B”. Unas niñas adolescentes querían algo titulado “Blue Jean”, y el cartel anunciaba que firmaba un tal “Blue Jean”. Pensé que un libro que se autografía solo es mucho mejor que un mono en una jaula haciendo sudokus con el móvil.

A un escritor lo de enfrentarse a los fans lo retrata bastante. Pérez Reverte exhibe gallardía en su apostura y mi madre musita un “‘qué bien está. Los hombres con barba envejecen mejor“. Yo la miro con ganas de saber más de esa teoría capilar, pero prefiero no preguntar. Una tromba espera a Manuela Carmena que, al parecer, también ha escrito un libro. Pienso que escribir un libro es una vulgaridad, todos lo hacen, y recuerdo una ocasión, hace muchos muchos años, en una galaxia muy lejana, cuando una pija de pueblo sostuvo que esquiar ya no era lo mismo por que ahora todo el mundo, “hasta el más mataó”, lo hacía. 

Lo bueno de la democratización del esquí, de las letras, es que para destacar hay que ser mejor que el resto. Ya no vale con llevar el mono más elegante y de marca ni airear una portada luminosa. Quien aprecia de verdad ese deporte, y esos libros, abrirá por dos o tres sitios y se topará con un párrafo, dos, tres, contundentes, reveladores…o vulgares y pedestres.

Y luego hay bazofia para gustos gruesos. Y también huele a tinta y a madera.  Y puedes y debes vomitar en ese caso.

O potar junto a Sylvia, a pie de horno, esa reina. Y acompañar a Edna:

“Mis dos mayores temores en la vida eran que mamá muriese de cáncer y que Hickey nos dejara”.

Mi mayor temor es escribir algo vulgar. Algo mediocre. Algo que podría haber escrito otro.