Mi amiga C. ha vuelto a vivir a casa de  su madre. Tiene 47 años, un trabajo de freelance que se tambalea y una asombrosa capacidad para hacer las maletas y cerrar la puerta tras de sí.

Algunos lo llaman reinventarse. Y sí, es un eufemismo cruel.

Mi amiga C. ha tenido que alquilar (otra vez) su propia casa para sobrevivir. Y ha vuelto al domicilio materno. A las camitas gemelas y la cena en el plato a la hora.

Los 47 son los nuevos 20.

Se habla tanto de la catástrofe del paro juvenil que mi amiga no va a salir en el Telediario como adalid de un peterpanismo forzoso que obliga a adultos maduros e independizados desde hace más de 25 años a agachar las orejas y regresar a las normas y al poster de Los Pecos en la habitación.

Los 47 son los nuevos 15.

Nuevas Lolitas de 40

Mi amiga C. se teme que una mañana amanecerá con acné y nos dirá a las amigas “ay tías, que horror” o “eres una acoplada” o “no te motives”. Y, como la adolescente que vuelve a ser, se encerrará en su cuarto mientras su madre aporrea la puerta porque es hora  de quitar la mesa.

Los 46 son los nuevos 12.  Y si una noche tiene pesadillas mi amiga puede que llame a su madre.

Pero su madre se acerca a los 80 años y no está para cuidar, sino para que la cuiden.

Así que mi amiga, angustiada por su nueva situación, se echó a la calle y buscó un colegio mayor. Un reducto de estudiantes -sus nuevos coetáneos- y pidió que le mostraran una habitación. “Era una caja de cerillas con una camita estilo rústico, un pupitre de cole con flexo verde grisáceo y un lavabo dentro del armario que el director me mostraba con orgullo. El váter es compartido, pero por veinte euros la noche qué más quiero”.

Mi amiga C. dormirá con sus nuevas compañeras en un colegio con cama rústica de 90 centímetros cuando no pueda más de convivir con su madre, a la que por suerte adora.

-¿Y te dejan subir novios a la habitación?
-Ay, que se me ha olvidado preguntar!!!

Lo irónico de la situación es que el regreso a los veinte cuando pasas de cuarenta no se acompaña de ese aleteo nervioso del “toda la vida por delante”. La incógnita de lo que vendrá. El polvo atropellado en la trasera de un coche. Los apuntes compartidos. La sensación jubilosa de que todo  es excitante como una feria de pueblo una noche de agosto.

A los cuarenta y tantos eres una mujer que ya ha vivido. Ya se ha equivocado. Ha amado apasionadamente y ha roto estrepitosamente. Tiene la piel menos tersa, un inevitable escepticismo en la bondad del ser humano, de algunos seres inhumanos. Sabe que las oportunidades llegan o se entretienen por el camino, sabe que los colchones de muelles de un colegio mayor crujen cuando te mueves. Que el mercado laboral es una bestia que te aparta a empellones y cuando te abre las puertas quiere que seas un esclavo y le vendas tu alma y tu destino.

Sabe que cada vez que meta la llave en la cerradura de casa de su madre tendrá ganas de llorar. Porque volver a la casilla de salida siempre fue un castigo en el Juego de la Oca.

Y el futuro, ese que a los veinte contemplaba subida a una nube, despreocupada y feliz, es ya puro presente, con ciertos matices tristes de pasado.

El tiempo, el implacable, el que pasó…

(Dedicado a todos mis amigos que han tenido que inventarse otra vida pasados los cuarenta. Todo mi ánimo, mi cariño y un enorme respeto porque sois pioneros. Lo somos todos, pero nadie nos lo había contado)