Me he estado mordiendo los labios para no opinar por impulso acerca de la famosa campaña de Loewe perpetrada por Luis Venegas. Un tipo bajito e ingenioso con el que una vez trabajé y con el que me reía mucho cuando imitaba a Leticia Sabater: “A mediodía, alegría”, decía haciendo el juego de manos con el que esa mujer histriónica y peliteñida excitaba a los pequeños y mayormente a sus padres.

Como soy de pronto intelectual fácil, suelo abrir la boca con cierta ligereza y a veces el efecto detonador me confunde. De manera que he dejado pasar unos días con prudencia vietnamita, y el oráculo de mis neuronas ya no puede más.

Yo andaba en mis elucubraciones keynesianas cuando mi querida R. entró al despacho y me dijo: “Mira esto, jefa, que lo vas a flipar”. Mi R. es así, lista y viva como ella sola, y cuando te pide que mires algo debes dejar todo y centrarte en la cosa porque fijo que hay una revelación. Así que contemplé el espot y mis tripas, que son rápidas e  intuitivas, decidieron que el anuncio era brillante, eficaz, revolcón, de consumo fácil y que probablemente quien lo creó no pretendía provocar ese efecto. Pero la penicilina también fue fruto del azar, no lo olvidemos.

Veamos. No hay nadie tan pijo como un moderno de libro. El moderno encierra un esnob delirante en el armario y lo saca a pasear por Triball o Malasaña con unas buenas gafapastas y un polo que no suele bajar de los cien euros. Eso sí, el moderno se arrastra por las aceras con cadencia de progre desganado (y permítaseme el término de viejuna que por desgracia se vestía sola cuando Felipe González llegó al poder en 1982). Pero no nos engañemos, al modernícola de hoy nada le pone más cachondo que leer las lecturas que epatarán al grupo y escuchar conciertos lánguidos donde nadie baila porque eso es de palurdos y sí mueven la cabeza con ligeras ondas que no estropean sus looks mientras siguen las letras en inglés o en  francés que, por supuesto, conocen.

El moderno, claro que sí, sueña con un bolso de Loewe pero aún no lo sabe.  Y, desde luego, no lo confesará jamás al grupo porque teme al ostracismo más que un gremmlin malo al agua. Si el moderno va de uniforme, se ha pasado a la barba y en caso de duda elige el negro, es porque tiene un miedo atroz a quedar fuera de ese microsistema bobalicón donde conocer siete marcas de ginebra rara o merendar con sus novias en bares vintage es un valor añadido. Pero si pudiera vaya que si compraría un Amazon flúor by Stuart Vevers (moderno de verdad, doy fe) y pegaría saltos desde la ventana del Ritz explicando cómo es el beso perfecto y otras teorías profundas (mamarrachadas) que encuentro legítimas para un spot donde el elemento irracional decide a menudo el éxito.

¿Que los protagonistas del anuncio son progres caviar, hijos de gente de izquierdas que se ha pasado la vida haciendo campaña contra todo lo que oliera a conservadurismo (a excepción de sus pagadores, de quienes los han subvencionado, desde luego)? Sí, entiendo las reacciones…Y sin embargo creo que esos pijos vestidos de modernos soliviantan a los modernos porque son el reflejo de su yo íntimo o de sus aspiraciones secretas. Un psicoanalista barato llegaría a esta conclusión mucho antes que una rubia con mechas, desde luego. Nada nos irrita más que aquello que ocultamos de nosotros mismos y vemos en el de enfrente.

Así que doy mi enhorabuena a Venegas, a Loewe y a todos esos niñatos que han vendido sus almas de cachorrillo progresista al diablo porque en realidad siempre han formado parte del microsistema que anuncian y que seguramente vomitan cuando en casa escuchan temas como “España camisa blanca de mi esperanza”. El colmo de la modernidad es salir del armario y abrazar eso que en el fondo se ama. En este caso, el lujo.

Y, como diría la Sabater: “A mediodía, alegría”.