-Papá, he vuelto a Madrid.
-¿Pero no ibas a estar una semana en Sicilia?
-Sí, pero he roto con X…Hacía 44 grados a la sombra.
-(Silencio sostenido) 
-¿Papá?
-Aquí también ha hecho mucho calor. Ni te imaginas.

Cuando mi padre no sabe qué decir, saca al hombre del tiempo que lleva dentro. A mi padre, en general, le cuesta desenvolverse en los retos de intimidad como le cuesta decir que no. Cuando éramos adolescentes y pedíamos permiso para ir a una fiesta, era mi madre la portadora de negativas, pero el protocolo de entonces exigía un “lo que diga tu padre” tan sobreactuado como  poco convincente, y mi padre seguía el rollo sacudiendo la cabeza y sin dejar de regar el jardín con la manguera verde, el pantalón medio caído y un pitillo balanceándose en la boca.

Ser padre en la prehistoria consistía en no olvidar que la autoridad pendía sobre tu cabeza.  Pero la realidad es que eran las madres quienes mandaban. Esa esquizofrenia funcional condenó a muchos hombres al diván. Pero entonces los psicólogos eran unos “cantamañanas” y sus clientes locos de atar.

Ser padre, hoy lo recuerdo,  era regar el jardín, encender la barbacoa, pasar limpiafondos a la piscina, arreglar los aparatos eléctricos que se rompían, fumar hasta en el coche, ver el fútbol con el volumen bien alto, faltar a las reuniones del colegio, llamarte “cabaretera” sin llegabas cinco minutos después de la hora y corear la bronca de tu madre cuando cateabas matemáticas: “Vas a terminar siendo cajera de Galerías Preciados”, sentenciaba. Y yo pensaba para mí: “cajera no, papi, que esas tocan teclas con números y se lían con las vueltas”, pero me guardaba muy mucho de decirlo.  

Galerías Preciados o la modernidad

Galerías Preciados era la versión cañí de El Corte Inglés. Sus cajeras carecían de ese orgullo de broker que enseñoreaban éstas. Eran más pizpiretas, más deshinhibidas y más descerebradas, me temo. Así que terminar tus días con las uñas descascarilladas, el culo atrofiado y envuelta en una bata acrílica se me antojaba una pesadilla. Si no fuera porque las amenazas de mi padre raramente se cumplían. Porque mi padre era un trozo de pan que llegaba deslomado del trabajo,  ejecutaba su rol como buenamente podía -tirando a regu- y se iba a la cama lo antes posible.

Un padre era el oráculo de los nóes. Pero en el caso del mío yo siempre sospeché que los suyos carecían de toda consistencia moral y desde luego, de convicción. Eran un disfraz algo postizo que venía en el kit de padre de aquellos maravillosos años. Como el Seat 124 o la negativa a parar si te estabas haciendo pis en los viajes interminables  donde siendo cinco hermanos siempre había uno apurado o a punto de vómito.

Creo que mi padre llevaba una madre dentro pero no pudo sacarla, así que fue coreando las consignas de macho de la manada con poca vocación e irregular desempeño. Hoy  es un firme defensor de sus nietas y sería incapaz de negarles todo lo que nos negó a nosotros porque estaba en el guión. El tótem de la autoridad como una dictadura invisible.

Papaaaaaaaaaaaaá, traéme ya las bragas de la suerte (Mi sobrina R, 5 años)
Ya voy, hija, ya voy, no grites tanto (mi hermano I., padre amoroso con autoridad natural y sin manguera)

(Feliz Día del Padre a todos los hombres que han entendido que ser padre era conquistar el territorio de la ternura y compartir los nóes con las madres. Un alivio).