Mi querida Big-Bang:

Llorar en el cine siempre me ha dado corte. Tiene su técnica, sí, que consiste en lograr que las lágrimas caigan silenciosa y limpiamente mientras sientes ese familiar estrangulamiento en la garganta. Luego hay que enjugarlas, pero no antes de que lleguen al borde de la barbilla, en un gesto leve como de rascarte y sin pañuelo. Es imprescindible que el rimmel sea de buena calidad, waterproof. De lo contrario, entre el enrojecimiento y el barrillo negro más los mocos te haces un Jackson Pollock en la cara que cuando se encienden las luces no hay escapatoria.

Ayer lloré viendo “Nunca me abandones”. Una peli de título poco afortunado que espero llene las salas mientras se vacían esas otras de ese zafio al que no voy a nombrar para no contribuir a esa tamborrada de marketing que hemos tenido que soportar. Carey Mulligan es mi nueva musa, y no hablo de su pelo -ya dije ayer urbi et orbi que se lo he copiado-. Keira Knightley es la mujer más bella y magnética del planeta, esa que podría conseguir que dudara de mi sexualidad, porque lo que es me distrae de lo que dice. Andrew Garfield, el adolescente por el que me saltaría dos o tres leyes fundamentales a la torera, como una Thelma y Louise con mejor tinte y jeans de talle bajo. Y Kazuo Ishiguro, ese hombre al que amé por “Lo que queda del día”, mi nuevo it escritor.

Descuida, que no te voy a reventar el argumento. Eso sólo se hace con las pelis mediocres, que total qué más da, y con la gente que te cae muy mal. Creo que es imprescindible entrar al patio de butacas a ciegas, sin haber leído la crítica de nadie; ni siquiera de mi Boyero. Ese hombre al que adoro porque no tengo el disgusto de conocerlo, porque lo que escribe me distrae de lo que cuenta y porque a veces su prosa es tan brillante que le perdono sus filias y sus fobias.

De modo que, decía, hay que sentarse y dejar que pase el tiempo mientras te hablan del amor y del destino, de la mezquindad y la grandeza, del control de un gran hermano terrorífico; del alma, de la aceptación, de la rebeldía sofocada, de los bordes cortantes del sentimiento, mientras un bisturí va rebanándote piezas y extrayendo órganos vitales, sin más anestesia que unas imágenes tan bellas, tan poéticas, que no te explicas por qué te están doliendo. Y entonces lloras amparado por la oscuridad y sin poder agarrarte a un brazo que te proteja del shock.

Te dejo, que aún acuso efectos colaterales. Mándame alguna pastillaca contra el vértigo y las lágrimas. Anoto en mi libreta: comprar un rimmel para las inundaciones y el tsunami del corazón. Y noto: Qué gran película.