Lo que no escribo, no es.

Hace pocos días he entendido la importancia de hacer listas. Eso tan tedioso que te obliga a sintetizar tus apremios en un trozo de papel o en la alerta del móvil. Hasta ahora solía ser de esas que no apuntan para no sentir la carga del deber. Salvo en el trabajo, donde mi agenda rebosa anotaciones desde que un profesional del estrés me obligó hace años a constatar mi actividad porque estaba convencida de que era siempre poca.

No tiro las agendas, y de cuando en cuando busco en una del pasado para recordar quién era. Tempus fugit, tiene esa estúpida manía, y si no lo atrapas con palabras, como los japoneses atrapan la  Torre Eiffel o el Partenón con sus clics de Canon EOS, corres peligro de olvidar. De borrarte de ti mismo.

Y contra el olvido, se inventaron las listas. Esa versión prosaica del diario, la memoria y la biografía.

Podría, por ejemplo, hacer la lista de los amigos que fueron, empezando por los del jardín de infancia, que entonces se llamaba parvulitos. Junto a sus nombres anotaría dos o tres recuerdos dispersos, hasta obtener una foto brumosa, sin duda, de mí misma. Una imagen sepia, ahumada por el paso de los días y la desidia del olvido.

Podría anotar las palabras de dije y dejé de frecuentar. Los lapsus y algunos circunloquios que abandoné al elegir el camino más recto hacia las metas. Los primeros zapatos de tacón, aquel perfume. Un pacto de amor eterno que se quedó perdido en una zanja porque no era su tiempo ni el de nadie.

Noto lo que me irrita apuntar cada mañana a quien me ayuda en casa la lista de la compra, el menú de la cena, dos o tres vaguedades que duermen en armarios nunca del todo ordenados. Entiendo, ahora lo entiendo, que uno apunta sus demonios. Y al verlos escritos, de repente, se siente vulnerable.

(¿Un demonio llama a otro demonio?)

Si no escribo la lista, soy inmortal. Aunque inmortal con un leve zumbido de alarma que no cesa.

Por ejemplo: tres veces recordé -y ahora una cuarta- que aún no he pasado la ITV, y no lo he apuntado porque cada vez que lo intento me pierdo en el camino. La última ITV, hace dos años, aparqué en una rotonda en medio de la nada tras deambular kilómetros de dudas y lloré de impotencia. No sabía llegar,  no podía salir de un laberinto de polígono industrial con vistas a unas grúas oxidadas.

Si no apunto “pasar la ITV”, no me pierdo. Si no me pierdo, alimento la fantasía de la perfecta orientada. Eso que no soy, y que querría.

Engañarse es no hacer listas. Ahora lo veo. La coartada perfecta. La sugestión sin hipnosis.

Pero lo que uno no escribe, no recuerda, se hace bola, esa expresión. Una bola de bilis pegajosa que un día regurgita y te expulsa, mezclados, los amigos de entonces, la ITV de ahora, llamar al fontanero y comprar a Minichuki cartulina y unos rotus para el cole. El collage del apremio con intereses de más del diez por ciento.

Si no haces listas, te sientes superwoman, o eso crees (ojo al día que oprimas el botón de los superpoderes). 

Pero si las haces, ahora lo he aprendido, dibujas el contorno de tus límites, que siempre linda -querido Saltamontes-  con el de tus posibilidades. 

Crecer, ahora lo veo, es componer una lista y tachar una a una las palabras anotadas. Desconectar el zumbido, relajar un músculo, espantar la contractura. Abarcar un trecho corto que, sumado al siguiente, desemboca directo en el taller de la ITV. Y te ofrece ese premiazo que se llama quietud. La tregua y el descanso.