Sostiene I. que hay dos tipos de limpieza: “La gótica-barroca y la zen”. La primera consiste en hacer a fondo una habitación y esparcir la mugre -trastos, enseres, polvo- por las demás. La zen no la especifica, sepultado por la sordina de nuestras carcajadas, pero imagino que es aquella que te planteas con la mente, concentrado, la visualizas y no la ejecutas porque el orden ya se ha instalado en tu cabeza y qué necesidad hay de deslomarse. O puede que se trate de higiene tántrica. Muy lenta, concentrada como la cena de un astronauta, exasperante.

Advierto de que he dormido poco. Admití en mi cama a una preadolescente inquieta y me ha sacado de la muerte que es el sueño profundo al grito de: “jopé, mamá, que soy tu hija y estoy teniendo una pesadilla”, mientras me zarandeaba sin compasión. Claramente uno no puede puede acostarse con cualquiera. Después de pasarme el fantasma de su sueño tóxico y barroco -más bien churrigueresco- se ha quedado frita y repantinganda y yo he hecho crucigramas mentales como quien teje ganchillo sin lana. A su manera, mi hija es una de esas personas que conocen lo que hay que hacer, te informan minuciosamente para que lo hagas tú y luego especifican las razones por las que ellos no pueden.

Yo soy una tragamarrones olímpica, pero me he espabilado con los años y la observación atenta, vietnamita. Detectando a mi alrededor a quienes no se mueven de su sitio por mucho que les zumben las moscas a su alrededor, a ver si otro se arranca. La firmeza rocosa es un valor, y debería estar a la altura de la integridad o de la prosodia. También de la pasión, y así lo han entendido en el colegio de mi hija, donde un mural gigantesco grita: “Las personas con pasión hacen obras grandes“. Sólo por eso me gusta pasar cada mañana por delante de ese patio, porque mientras pega patadas al balón Minichuki absorbe una gran verdad y contrarresta los libros donde el dogma ningunea al arrebato.

Lo contrario a la pasión es el laconismo, la apatía, la contención, la frialdad, la impavidez. El sí es no es. Ayer, tres mujeres maduras, solventes por defecto, hablábamos de un hombre a quien no conozco: “Yo creo que no está interesado por mí, lo mismo tiene novia”, decía una. Y la segunda, “Yo creo que igual sí, no se comportaba como si tuviera novia… Pero tampoco como si buscara una novia“. La ambigüedad dota al ambiguo de irresistible misterio. Un ambiguo es a menudo aspiracional, hasta que se escora hacia su perfil menos sexy. El de te caliento pero no te quemo, princesita. El me exhibo pero corro la cortina en pleno striptease.

Hoy, mi mantra y mi destino será limpiar la mesa y ensuciar la silla. Vaciar el cajón de los “quizás”. Sumar siete kilómetros a mi app más excitante. Decir no al queso, ese gastroamor tal fiel y peligroso. Sellar los accesos a mi cama, por tierra, mar y aire. Entregar a Georg P. Telemann mi cuerpo y mi destino. Morir antes de que suenen las doce campanadas en brazos de Morfeo, esa pasión inmensa que nunca se marchita. Y acoge a las mujeres que se enredan en dudas sin piernas y sin brazos. Barrocas de espíritu, zen de oportunidad y de delirio.