Mi querida Big-Bang;

Quinto intento de hacerle creer a mi organismo que la leche de soja es leche. Definitivamente, ni lo es ni lo será, tris tras.Mi empeño en pasarme a la legión hierbas ma non troppo ha vuelto a fracasar. Ahora tendré que escuchar la bronca de mi querida amiga A-1, que considera que todos mis males vienen porque tengo el hígado envenenado: “cómo no, con los vasos de leche que te metes, nena, y los cocidos con todos sus componentes grasos, que ya no tienes edad”.

No sabe ésa lo que es capaz de metabolizar mi organismo. Sin ir más lejos, ayer tragué quina en cantidades industriales por culpa de una tipejilla que me dio su palabra y no la cumplió. Las que en nuestra infancia leímos “El Guerrero del antifaz” los domingos, cuando nuestro padre lo subía del kiosco para él (y, como con los huevos fritos, nos regalaba unas “mojaditas”) sabemos muy bien eso del honor y la palabra. El Guerrero podía ser muy bruto, pero si prometía algo, lo respetaba a muerte. Luego vendría eso tan vulgar de “prometer hasta meter”, pero el manga nunca entró en casa, lamentablemente.

Eso sí, la familia numerosa y conservadora que éramos tenía secretos bien guardados. Mi padre, el de los huevos fritos, leía El Papus, una revista con viñetas inquietantes de gente con máscaras antigás y cosas así, ciertos toques de erotismo chunguete y una ironía que mis hermanos y yo, que lo leíamos a escondidas, no pillábamos. Además estaba el Interviú, con sus guapas en pelotas, tan turbadoras (yo pensaba, ¿por qué no sacarán hombres, que esto del cuerpo femenino ya me lo sé) y, en la estantería de arriba, los libros de un tal Álvaro de la Iglesia sobre putas. Siempre sobre putas y burdeles. Para cuando supe que el fulano (a las lumis las llamaba fulanitas, el muy cursi) era un escritor de derechas, las pobres putas deambulaban en la calle sin burdel ni cortinas de terciopelo.

Cuento esto a riesgo de parecer la abuela cebolleta. Creo que los héroes y antihéroes se forjan en nuestra infancia, y que es duro crecer con “Jabato Color” si te va a tocar vivir en los tiempos de la palabra endeble y las promesas olvidadas. Tengo una crisis de confianza absoluta en la humanidad, así de claro. Especialmente en la que aparece en el cuché con grandes dosis de photoshop. Sí, yo también quiero pasar por la falsedad del tratamiento fotográfico algunas mentiras de la estantería de mis padres, pero me temo que los recuerdos son inmunes al retoque. O lo mismo ya vienen retocados de serie.

Añadiré que, para cuando mi padre nos permitió desayunar un huevo frito entero los domingos, reinaba el Superpop en el kiosco. Y a mí los huevos ya no me molaban, pero aún sí la literatura prohibida. Como la librería doméstica estaba tan trillada y mi padre seguía enganchado a los géneros de “guerra” y “aventuras” (también se tronchaba con Mortadelo y Filemón con unas carcajadas que parecía que iba a vomitar las yemas), había que buscarse los estímulos en el Bibliobús. Una biblioteca sobre ruedas que paraba los jueves, donde la bibliotecaria -vieja, con los tobillos muy finos y falta de tubo de tweed marrón- más de una vez frustró mis intenciones: “Verás, bonita, “El amante de Lady Chatterley es un poco subidito de tono para ti. LLévate una de vaqueros de Zane Grey”. No te jode (con perdón).

Paro ya que entre la nostalgia y la soja se me va a revolver el estómago. Hoy me he propuesto comprar en una librería un libro realmente transgresor. Alicia en el País de las Maravillas, quizás. Y no volverme a fiar nunca de nadie que cobra por dar versiones tortuosas de su vida. O, lo que es peor, de lo que nunca fue.