Recibo un mail. Y enseguida otro, del mismo remitente: “Querida V. te acabo de enviar un correo por error. Se autodestruirá en cinco segundos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno….Boom!“.

Y, lamentablemente para él, varón de mediana edad y pluma virtuosa, no explota la bomba porque los informáticos aún no han inventado un sistema de destrucción de palabras por psiquismo o por desesperación.

Lo primero que hace uno cuando le dicen “no leas” es leer. Igual que cuando te dicen “no mires” o “no toques”. Hay en la prohibición un atractivo irresistible que conecta con nuestro yo infantil y adolescente.

Así que leí.

El mensaje era un reproche tibio en las formas y contundente en el fondo. Un golpe certero dirigido contra alguien que no había hecho bien su trabajo. Con un componente de ego herido y de evidente intolerancia al ninguneo.

Ese mismo día recibí otro mail que tampoco era para mí, de contenido aséptico. Y enseguida el segundo: “Qué pena, este correo no era para ti. Un saludo”.

Qué pena, sí.

La voyeur que albergo se excita con las palabras que van dirigidas a otro. Ser destinataria vicaria de intenciones ajenas me pone a cien. Quisiera que el mundo entero se confabulara para confundirse al dar a la tecla de enviar. Habría flechazos súbitos, rupturas tumultuosas, cambios en la consideración del otro, upgrades y batacazos. Decepciones y hallazgos luminosos.

Tecla peligrosa

El mail lo carga el diablo, que se desternilla  desde el cuarto anillo del infierno de la torpeza humana. Yo misma he enviado por error algunos mails y he experimentado ese vértigo de la vergüenza ante las consecuencias de mi desliz: “Esta tía es una iletrada. Cuatro faltas de ortografía en doce líneas. Creo que el último libro que leyó fue “Pocoyó”.  El mail era colectivo y el destino burlón quiso que la iletrada estuviera entre los destinatarios. A mí se me heló la sangre y conté los segundos hasta el inevitable castigo.

Pero no. Se hizo el silencio y, como es bien sabido, el silencio es mucho peor que una respuesta feroz porque dispara la imaginación y ralentiza la tortura.

Luego están esos mails que uno se arrepiente de haber escrito y enviado, porque se utilizan como pruebas de un delito póstumo. Uno escribe en un estado concreto y en el arrebato de un sentimiento puro que puede contaminarse con el paso de los días y los acontecimientos. Creo que las palabras escritas deberían tener caducidad. Es decir, que a medida que el remitente experimentara cambios en su corazón -sistólicos o diastólicos- las letras fueran diluyéndose hasta su desaparición como la tinta de esas cartas viejas de papel que todos hemos guardado en un cajón con cinta roja a merced de los ácaros. Intentar aferrarse al pasado en la lectura es como invocar a la abuela con la buija o comerse un pescado que lleva demasiadas horas en la nevera. Mi hija y yo lo hicimos la otra noche y nos empezó a picar la boca, las comisuras y el velo de la garganta. Un atarax a tiempo fue nuestra salvación.

Superada la leve intoxicación alimentaria, propongo establecer el Día Mundial del Mail Equivocado. Que como ejercicio lúdico todos lancemos un correo electrónico como botella al mar. Confundamos el destinatario, dejemos que el destino nos regale un juicio irrevocable o una flor por respuesta.  Destruyamos aquello que nos duele, aquello que fue cierto y ya no es. Permitamos que el recuerdo no se aferre a las letras, sino a las evocaciones, esa pátina que cambia de textura y sabor según vamos creciendo. No somos contradictorios por traicionar un escrito. Somos esa erosión inevitable que el tiempo provoca en nuestra piel, en nuestras palabras. Y no hay nada tan cierto, lo lea quien lo lea.

PD. Introduzco la consulta “cómo recuperar un mail que enviaste por error” y obtengo la respuesta Dispongo de cinco segundos, me dicen. Cuatro, tres, dos, uno…¡BOOOOOOOM!
PD. ¿Y cuando vemos que alguien nos está escribiendo un wasap y se arrepiente y no lo envía? Este asunto da para otro post…