LIbros, Instalación de Alicia Martín

Ayer Muñoz Molina hablaba en su columna de Babelia de su hallazgo de Thomas Berndhart. Durante veinticinco años y a lo largo de varias mudanzas había arrastrado cuatro volúmenes del diario del escritor alemán sin decidirse a leerlos. Hasta que un día empezó con el primero y ya no pudo parar, fascinado por la profundidad de un autor que también está entre los favoritos de Javier Marías. 

A mí Berdhardt me lo descubrió Héctor Abad Faciolince, ya lo he contado. Cada vez que nos vemos y cenamos y bebemos un vino y otro, salgo de la cita con una página arrancada de su Moleskine donde garabatea tres o cuatro recomendaciones. Yo a cambio le regalo palabras del castelllano que en Colombia no se conocen. Un intercambio desigual, pensaréis, y tendréis toda la razón, pero mi amigo hasta la fecha no ha protestado.

Respecto a El Malogrado, mi primer Thomas Bernhardt,  me costó cierto trabajo encontrar un ejemplar, que me bebí en un fin de semana de campo.  Impactada por la lectura escribí un post arrebatado sobre esa novela sobre Glenn Gould -el mejor intérprete de las Variaciones Goldberg que ha habido nunca- y sus amigos, pianistas virtuosos y frustrados con la evidencia de que jamás alcanzarían al genio del taburete. Un tratado sobre la envidia al que vuelvo de cuando en cuando para acariciar alguna de sus páginas y dejarme sorprender por la clarividencia con que el escritor disecciona un sentimiento tan oscuro como refinado. Sin ruidos ni circunloquios innecesarios.

Muñoz Molina novelista, debo reconocer, nunca ha conseguido excitarme demasiado. Sin embargo muchas de sus columnas culturales me parecen un ejercicio magistral de información y literatura. La forma a la que se aproxima a un autor, a un pintor cuya obra está expuesta en una pinacoteca, está libre de todo lugar común. Molina construye con material propio, diseñado por él mismo con una morosidad justa que no te exaspera. Y luego tú, el lector, puedes compartir o no su afeccción a un cuadro, a un relato o a una muestra de arquitectura, pero jamás te dejará indiferente y te sorprenderás, a mí me pasa, estudiando con lupa las estructuras del jubiloso andamio de letras que es cada cita del sábado.

Hay libros que te reclaman desde una estantería. Pasan los años y no los eliges, como esos concursos de misses que se alinean con las bandas exhibiendo muslos y sonrisas blanqueadas. Hasta que un día te detienes delante y suena un clic. Algo más poderoso que la razón te mueve a escoger ese entre todos los libros de tu pista de despegue. Y si hay suerte experimentas ese batido de alas en el estómago al reconocer como propio un sentimiento que se te desvela con palabras que pensó y combinó otro. Y piensas cómo es posible que haya tardado tanto en encontrarte, si estabas ahí, al alcance de mis ojos (esto mismo sucede a veces con las personas, ciertamente).

Enamorarse tiene algo de hallazgo jubiloso, igual que entregarse a la lectura de un libro que es un viaje transformador, una digestión ligera con retrogusto a delicioso vino tinto que no se retira en un largo rato y que, como los rituales sagrados, requiere silencio y agradecimiento.