Devorar antes de que te devoren”.

Ayer una crónica de la muerte de Emilio Botín glosaba este como uno de sus consejos de cabecera. Me pareció que nunca, por mil reencarcaciones que tuviera,  querría ser banquera ni ninguna otra profesión que requiera morder a nadie en un medio acuático, aéreo o terrestre. Me alegré infinito de tener en casa una futura maestra y una futbolista a la que este año hincharán a patadas sus compañeros, sin querer, en el peor de los casos.

Antes, en el bar con sofás capitoné de terciopelo de un hotel de lujo de la capital, un hombre me hablaba del dinero y sus contornos. De esos casos de corruptos que nos invaden y que hacen pensar a las Chukis que todos los políticos roban y mienten como todos los muertos crían malvas. Entendí que el mal ejemplo cala mejor porque carece de matices. Es un mensaje limpio como el filo del cuchillo de un carnicero meticuloso. Se roba porque se puede.

En mi familia, ya lo he contado, se ha considerado siempre de mal gusto hablar de dinero. Ninguno de mis hermanos pregunta jamás lo que ganamos los demás. Nunca hemos tenido una pelea por esa causa (ni por ninguna otra, la verdad). No es que seamos el hogar de Mary Popppins, es que por alguna razón mis padres debieron pensar que criar tiburones en cautiverio sería alimentar depredadores en mar abierta. Así que crecimos pensando que el dinero servía para dormir tranquilo por las noches. Nos faltó la segunda parte de la lección. Si tienes demasiado dinero tienes un trabajo extra que probablemente te quite el sueño.

No se me ocurre ningún banquero ni demasiados multimillonarios y poderosos que exuden felicidad en el rostro. (Podeís vomitar si os parece que esto huele a Antiguo Testamento). La mayoría parece ponerse de orfidales y beber vinagre en el desayuno. No dudo que sean felices a ratos, pero me temo que nadar entre tiburones debe tener catastróficos efectos secundarios. Lo que no me hace alinearme con el Señor de las Castas y su discurso monolítico, maniqueo y antiguo como la noche de los tiempos.

Conozco a personas sin dinero que almacenan rencor sin límites hacia los que lo tienen, sólo por el hecho de tenerlo. Los llaman “los ricos” y acostumbrar a meterlos en el mismo saco/estanque cuando se refieren a ellos con una inquina grandilocuente. A mí, personalmente, no me parece nada mal que alguien tenga una cuenta corriente abultada o abultadísima. Pero eso tampoco lo dota de sex appeal a priori. Lo que más me pone y así se lo digo a las chukis en nuestras charlas de “acuarios, peceras y demás habitáculos”, es la capacidad de disfrutarlo. Ese subidón de saber que puedes darte un capricho  o supercapricho. Sin culpa, sin arrogancia y sin reflujos en el esófago.

Lo malo de poner etiquetas al rico y al pobre, hablar de castas y víctimas, es que deja poco margen al matiz. A los estados intermedios. Y de alguna manera excita y enardece la lucha,  el conmigo o contra mí, en mi bando o en el tuyo. Alimenta el resentimiento y la penetración de mensajes simples y tajantes. “Hemos venido para quedarnos”, me escribió alguien el otro día, y me estremecí. Hay quien se ha tomado lo de la lucha de clases como un karma indigesto y afila las bayonetas en la oscuridad.

Nadie se queda para siempre, querido. Hasta los banqueros más poderosos, esos que podrían pactar con el diablo o crionizarse mueren un día, de repente. Y más vale que hayan disfrutado de su dinero, de sus afectos y de las corrientes marinas sin enemigo a babor. Porque luego es nada. Y pasa el siguiente.